viernes, 8 de septiembre de 2017

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS




Advertencia: 
Cuenta la leyenda que la siguiente frase
 se la escribió El Hombre de La Mancha  
en un pergamino,  al inefable Sancho, su pana burda:  
“Se ha demostrado que sólo existen 
dos estilos de comunicación oral, 
los monólogos y los diálogos de sordos”.




Estimado (ex)  amigo:

De verdad no sé  por cual razón  me empeño en escribir una historia que nadie jamás escribirá, porque nunca nadie tendrá esa pluma tan eficiente, eficaz y   efectiva como para describirla fielmente.  Por tanto,  disculpa de antemano que te diga todas las cosas que se me van a ir  ocurriendo  por esta vía tan poco ortodoxa, de paso tan obsoleta, es decir, por medio de un  manuscrito, a sabiendas que las procesadoras de palabras  hace mucho tiempo que acabaron   con el tedioso método  del   lápiz y el papel. Pero, por una parte,   es tan absurdo lo que voy a comunicarte,   que si lo hiciere por esos  medios cibernéticos, siendo yo como tú sabes que lo soy,  un virtual analfabeta funcional de esa tan moderna modalidad  de comunicar ideas, lo más probable es que hasta  tú mismo dudarías de su autoría.  En otras palabras, podrías hasta pensar lo impensable, es decir,  que se trata nada más y nada menos, que de un corresponsal apócrifo. Por otra parte, y a  sabiendas de antemano que de ninguna manera lo vas a leer, sin embargo, me consuelo al suponer que  por lo menos sé que conoces demasiado   mi caligrafía Palmer. 

Lástima que no sea tu propósito leer esta vaina,  porque los acontecimientos que voy a relatarte, están teñidos de un misterio insondable, pues en algún momento, apareció,  así,  de repente, en mi  apartamento, un periquito, que sin  duda había escapado de su cautiverio,  y que, con toda seguridad,  después de volar desorientado por toda la ciudad, finalmente penetró en la sala de mi vivienda.  A continuación mi esposa lo atrapó,  y lo introdujo en una jaula, convirtiéndose a partir de ese momento, en una suerte de   barómetro  de los altos y bajos que irían  marcando el curso de nuestra relación amistosa.  
¿Por qué digo estas cosas?.  Tal vez sea pertinente hacértela  saber gradualmente.   
En primer lugar, visto y considerado,  así  lo afirmo de una buena  vez,  dado lo extenso de esta monserga, en esencia  un voluminoso  legajo  formado por una catajarria de libretas y más  libretas,  además,  ya  conocida por todos  tu proverbial flojera  para leer, sé que  de una buena vez   las vas a tirar al cesto de la basura, sin molestarte siquiera de  ver su contenido. Tal vez sea mejor así, porque si un tercero  llegare  a enterarse de este discurso,  de seguro se generaría un indeseable y voraz  incendio ideológico-político-social-religioso.  
En segundo lugar, empiezo por manifestarte mi aprehensión al desconocer, al menos en la medida de lo deseable,  las razones del porqué se terminó así tan de repente nuestra amistad.  Pero el hecho es que  tal exabrupto sucedió y no sé si de verdad valdría la pena indagar o profundizar en sus posibles  razones. 

En tercer lugar, está de por medio un lapo de tiempo de  22 años, 3 meses y 10 días, exactamente la duración de nuestra relación amistosa, y que de una buena vez, así lo  afirmo, no pudieron ni debieron pasar  en vano, sobre todo cuando se trata de esa etapa de la vida  cuando tú y yo ya no somos lo suficientemente joven como para  comenzar a  recordar,  ni lo  suficientemente viejo  como para no reflexionar. Por si todo esto fuera poco, afirmo que,  los buenos recuerdos no envejecen nunca.  

Sin más preámbulos, te reitero que mi estrategia va a consistir  en  ir  trascribiendo en el papel,  las  ideas que al voleo se  me vayan  ocurriendo,  pero  mi irrenunciable propósito será  que,  bajo ningún pretexto,  volvería  atrás para  enmendar nada de lo que vaya gradualmente escribiendo. Y, de manera terminal, afirmo,  si  es que en ese proceso  observo algún error, mentira u omisión, así  se tendrán que quedarse.    Lo juro solemnemente.  

Otra razón que tal vez habría para negarte a  leerla, es que su contenido  está escrito con ese  estilo que siempre resultó tan chocante parra ti, ese  que en  tantas  ocasiones me echaste en cara, pues  según tu criterio,  dizque debido a  mi profesión  de  contador mercantil,  mi  mente funciona como un frío mecanismo de relojería, y que en consecuencia,  me expreso solamente a través  de gélidas Ideas, carentes del combustible de alguna emoción,  etiquetadas por ti como  aburridos  esquemas   descriptivos, cual si se tratase de recetas de cocina.  En todo eso, indudablemente que  tienes toda la razón y los hechos que a continuación te iré describiendo, así lo habrán de  corroborar.   
Queda a salvo, sin embargo, recordarte que,  al yo no poseer aptitudes para la literatura, esta epístola,   desde luego no podrá etiquetarse ni de  poesía, ni de cuento, ni de crónica, ni siquiera de un ensayo, en razón que su  contenido tiene todas las características de un vulgar informe de auditoría, de esos que a ti siempre te molestaron,  porque en toda las circunstancias  lo consideraste casi como una maldición, como un dedo acusador hacia  tu no muy  limpio palmarés. 

En resumen, esta perorata  posee lo peor de un informe técnico y al mismo tiempo carece de  lo medianamente bueno  de una pieza literaria. Por esa razón, observarás que  está plagado de notas a pie de página, así como anexos y, por si fuera poco,   definiciones conceptuales de dudosa calidad.  O sea, se trata del un vulgar revoltillo de ideas, carentes en lo absoluto de  alguna coherencia.      

Pero para no seguir dando  bizantinas explicaciones, de una vez decreto un  cambio de  denominación   a  esa vaina  que desde siempre,  tanto tú como yo, solíamos denominar con el nombre de  Circuitos,  a  esos  cuatro elementos  claves en la vida de todo ser humano, a saber:  a) la profesión, b) la religión, c) la política y d) el amor.  
Puesto que desde aquí  en adelante, en soberano ejercicio de  mi voluntad, a esos 4 elementos claves, ahora me da la gana de denominarlos con el nombre de   Anillos, ahora muy  de moda, nacido una  vez  que surgió  esa serie interminable  de folletones de dudosa calidad, me refiero a  El Señor de los Anillos, producidas por  Hollywood, en los cuales, además, como bien lo sabes, el personaje protagonista de uno de  esos culebrones, al colocarse en su dedo unos de esos malditos anillos que cambian la suerte de las cosas, al volverse invisible de  repente, a partir de  toda esa saga, cabría imaginare  si  la comparación con la repentina ruptura de nuestra amistad, daría como resultado, igual número de  perturbadoras  coincidencias.     
Burla burlando, ahora sí  comienzo mi perorata: 

PRIMER ANILLO: 
La Profesión 

Pobre de solemnidad,  como siempre lo he sido,  la necesidad perentoria de ganarme la vida de alguna manera, me surgió en  plena adolescencia, cuando un  aciago día domingo,   me quedé descalzo, dado que  a mi único  par de  zapatos, le salieron  sendas troneras en las suelas.  Al no tener siquiera la opción de  comprarme un par de alpargatas, entonces, así como cualquier patenelsuelo,  comencé a trabajar como mensajero y, por ende,  ser explotado por un sucio capitalista, en una oficina donde debía realizar toda clase de diligencias,  en bancos, casas de comercio, oficinas de correos,  hasta de cabrón, tapareando las vagabunderías de mi jefe  con su  secretaria.  

Por contraste, tu caso fue radicalmente  diferente al mío, pues, como niño mimado por la vida,  tus padres tenían suficientes recursos como para  cubrir  todos tus  gastos,  caprichos y necesidades,  sin que ellos  te pidieran nada a cambio, ni siquiera que estudiaras.  Cuando te dio la gana, más por aburrimiento que por otra cosa, comenzaste a frecuentar los lugares de la bohemia de Caracas, el Triángulo de las Bermudas, en Sabana Granade, vale decir el Camilo’s, el Franco’s y el Vecchio Molino, donde se daban cita, artistas plásticos, escritores,  músicos y alguna que otra prostituta de ocasión,  ¡Qué vida tan dura!
Supongo que nos conocimos una noche cualquiera en la Cervecería Munich, entonces ubicada  en la urbanización Los Caobos, coincidiendo ambos  en una de esas rondas etílicas que solían compartir,   entre espumas de cerveza alemana, los presuntos bohemios pobres, aquellos que como yo, a  duras penas bebemos  licor solamente para divertirnos. Fue un   encuentro de  forma causal, (no casual), contigo y tus panas, es decir, aquellos artistas que ejercen la bohemia en forma profesional. 
De esos primeros eventos etílicos,  hoy conservo un recuerdo, no exento de  envidia, pues,  mientras tú  disfrutabas de la buena vida burguesa, yo apenas realizaba un curso de contabilidad elemental de 6 meses de duración en la Academia Americana, dejando a un lado mi sueños dorados,   y comenzar a afrontar la dura realidad de lidiar con el árido mundo de los balances y asientos contables. 
Como era de esperarse, en esos tiempos, sufría  en carne propia la humillación de quienes me tocaron como jefes, ciertos inmigrantes europeos que vinieron a este país huyendo de la Guerra Civil Española, de la Segunda Guerra Mundial y de la Revolución Cubana, estos últimos, miles de sujetos  expulsados por Fidel Castro,  todos ellos cuasi  analfabetas de las ciencias contables, pero  suma cum laude en jaladeras de  bolas.  Por esa misma razón, individuos  guapos, y   apoyados,   de paso también explotados y abusados  por la gerencia de  las empresas trasnacionales donde yo, al igual que ellos,   prestábamos nuestros servicios.  
¿Cuál sería entonces mi reacción? Indignado por  esas humillaciones,  más por arrechera que por deseos de superación, me inscribí varias veces  en la Universidad Central de Venezuela, para cursar la carrera de Contaduría  Pública,  y esas tantas veces, debido a esa  misma arrechera, deserté de los estudios. Esas contumaces calenteras  terminarían un día cualquiera, cuando,   gracias a tus buenos oficios, ingresé, tal como lo haría   el conejito del   cuento de Alicia en el País de las Maravillas,   en forma vitalicia, en la privilegiada nómina de los  funcionarios de carrera en la administración pública, convirtiéndome a partir de allí,  en un gris burócrata.  
En tu caso particular, coincidiendo en el tiempo, tratándose de  alguien como tú,  que nunca tomaste nada en serio, que ni siquiera intentaste cursar estudios de ninguna clase, comenzarías a  partir de entonces, y hasta nuevo aviso,  a  asumir la  muy creativa carrera de desempleado crónico. 
Lo curioso de todo esto, salvo error u omisión, luego de recorrer ambos en paralelo, este  camino tan largo y riesgoso,  hoy día reflexiono, si  ese estatus laboral que asumió cada quien por su lado, y que nos confrontó tantas veces en nuestros respectivos intereses, no sería el disparador  de nuestras actuales desavenencias.   
Una conclusión provisional de todo este desaguisado,  me lleva a observar lo curioso de nuestras vidas paralelas: 
a) No obstante nuestra condición de ser, cada quien  a su manera, semerendos pelabolas, yo en lo económico,  pero   en tu caso,   tanto en lo laboral  como  en lo espiritual. Sin embargo, nos envidiábamos el uno al otro,  cual si se tratare de las dos caras de una misma moneda, tal como se representan en las caretas del teatro griego, la cara sonriente de la comedia,  versus  la cara arrecha  de la tragedia.  Es decir, como si cada quien aspirara, tal y  como una misión en la  vida,   asumir el lugar del otro.   
b) Hoy día, sin embargo, al colocar todo esto en perspectiva, mi mente cuadrada de contador mercantil  observa  tantas aristas, así en    el debe como en el haber, que a estas alturas  no sabría identificar  a favor de quién  de nosotros  dos,  se inclina el balance.   

SEGUNDO ANILLO
 La Religión 

Una cosa es la profesión, oficio de este mundo,  pero  más importante serían  nuestras respectivas trascendencias, incluso más allá de la muerte, y allí estimo que  tal vez por ese flanco,   a la hora de medirnos, se hizo evidente el contraste  brutal  entre dos modos de ver lo inmaterial, lo  existencial y la transitoriedad de la vida terrena.  

De esta manera razono:
a. Por tu  parte,  siempre fuiste un creyente (creyón),  devoto de todos los santos y vírgenes que pueblan la vía láctea. 
b. Por mi parte,  asumir   en forma vitalicia  la idiotez de representar el papel  de un supuesto ateo  trasnochado, con la mente envenenada  por cuanta teoría materialista  se atravesara en el camino. Sin embargo, me sentía protegido de influencias extrañas,  al tomar la precaución de  vacunarme muy oportunamente, contra el virus de la religión, es decir, del  opio del pueblo 
Demasiado  visceral en tus creencias, nunca me perdonaste que yo, solamente  por razones estrictamente sociales, aceptara   bautizar a tu hijo mayor, sin que de mi parte nunca  hubiera reciprocidad  hacia ti cuando nacieron los míos.  Aunque hechos posteriores me convencieron de  contundentes  razones para no corresponderte,  igual se frustró tu deseo de  que alguna vez  asumiéramos   tú  y yo, la condición de ser  doble compadres.  

TERCER ANILLO: 
La Política

Nunca en la historia de la humanidad, existió un caso más patente (y patético) de contradicción entre dos buenos amigos, por mi parte, un sempiterno militante de la izquierda trasnochada  versus un oportunista de siete suelas como  siempre fue  tu trayectoria en la vida.   

Si es que tiene alguna validez la identificación de diferencias entre la  gimnasia y  la magnesia, allí precisamente  comenzaron a  trastocarse  los papeles, pues el supuesto pragmático sostuvo toda la vida su  militancia socialista, mientras que el otro, supuesto místico creyente (creyón), de idealismos religiosos,  cambiaba su militancia política con la misma frecuencia con que cambia el curso del viento,  como esas veletas que se mueven dependiendo de dónde soplara la brisa bienhechora  del gobierno de turno. 
Hoy día me hago la  inevitable pregunta: ¿qué tanto ayuda el pragmatismo al idealismo y vice-versa?

CUARTO ANILLO: 
El Amor

Existen ciertos sujetos como tú, a quienes   casi sin ningún esfuerzo,  parecen caerles del cielo  las mujeres,  ponerlas  de rodillas y de allí, sin demasiado protocolo,  llevarlas a  la cama.  Esa cualidad, en casos como el tuyo, la valoro cual si fuera una vulgar transacción mercantil entre  Imán o carisma, a cambio de no serle nunca fiel a nadie, ni a tu esposa ni a las esposas de tus compadres, razón por la cual  siempre procuré que mi consorte  marcara prudente distancia ante  tu amenazadora presencia.  

En mi caso, convencido de que nada ni nadie  es químicamente puro, ni siquiera aquellos sujetos  que se jactan de ser monocucos,  simplemente apelo a los  principios derivados de la teoría del valor, aplicando en tono menor,  según las circunstancias, el valor de uso y el valor de cambio, por lo cual,  en tu caso, simplemente,  solías  cambiar tan fácilmente las mujeres que usabas. 
Como pareciera  entenderse,  el desenlace  de esta ecuación es que al compararnos el uno al otro,  se confrontan, como lo es  tu caso,   un imán  para atraer vírgenes y putas por igual, (50% en  cada una de estas categorías), en contraste con  mi caso personal, siendo yo un patito feo en relación con mi atractivo hacia las mujeres, por lo cual siempre estuve completamente desubicado en un polo  que parecía  destinado por la providencia  a amanecer todos los días  en la misma cama.  

COROLARIOS

Ya te he descrito, en forma general,  el marco de referencia y las coincidencias y desencuentros en los cuales se basaron los altos y los bajos de  nuestra relación amistosa.  Esos ciclos, la mayoría de las veces contradictorios,  se fueron reflejando, con mucha precisión, en la  conducta del periquito: alegre y saltarín,  cuando las cosas iban bien,  de lo contrario,  entonces el animalito se mostraba triste, inapetente y silencioso.  Todo eso me llevaba a pensar en su  sensibilidad muy singular, que a la luz de los hechos, me atrevería a afirmar que son muy superiores   a la de los seres humanos que lo rodeaban. Es tanto así, que generalmente, mientras  la mayoría de los mortales consulta el  horóscopo del día, en cambio,  a mí me  bastaba con observar el  estado de ánimo de esa avecilla.  
Con relación a la otra cara de la moneda, a  continuación, te iré describiendo los acontecimientos más resaltantes que, in crescendo, terminaron por ponerle punto final a nuestra amistad.   
Comienzo por felicitarte por tu agudo olfato político, pues  siempre acertaste  en tus pronósticos en cuanto al  candidato presidencial y el partido que a la postre resultaría   ganador en cada elección. En  cambio, para mi desgracia,  yo poseía, y aún poseo, un pésimo olfato, porque todo en política me hiede a mierda.  
En segundo lugar, desde ya te digo que tu éxito en el negocio de la política, comenzó cuando, en calidad no de invitado, sino más probablemente aún en calidad de  coleado, estuviste presente en la tan cacareada  fiesta de 15  años, celebrada en el Hotel Caracas Hilton, donde la dueña del sarao, en un acto  de arrogancia y rastacuerismo muy propio de nuevo rico, liberó de su jaula a  15 periquitos, los cuales se esparcieron por los cielos de Caracas.  Ese repudiable  gesto de crueldad hacia los animales, pues seguramente todos estarían destinados a  morir de mengua, lejos de merecer el repudio de una sociedad ahíta de petrodólares, antes por el contrario,  marcó  la apoteosis de las glorias y de las miserias de  aquellos años de la Gran Venezuela,  
En tercer término, desde la visión  de funcionario público, donde  por largos años estuve inmerso,   precisamente por vivir en el vientre de la politiquería, pude darme cuenta de cómo, con tanta fruición, alternativamente, salían corriendo blancos y verdes, según fuera el resultado de las elecciones, pero a la vez observar con gran  asombro, cómo,  en tu caso personal,  botabas el viejo carnet del partido perdedor, y a continuación, así, sin anestesia y sin nada, poniendo en acción tu astucia, en ocasiones con un gran  cinismo,  te otorgaban el nuevo carnet del partido ganador.   
Del único partido de donde nunca te saliste, pues te lo vacilabas, fue el de la bohemia de la República Ficcional del Este, sobre todo cuando uno de los presidentes de la República Real de Venezuela,  comenzó a otorgar   migajas a los intelectuales de izquierda.  Mientras que en mi caso, apenas si saldría  beneficiado en alguna de esas coladas,  quien sí lo exprimió  hasta la saciedad todas  las oportunidades,  fuiste tú.  
A propósito del caso, recuerdo que en una de esas volteretas, para asombro hasta de ti mismo,  te nombraron, nada y nada menos,  Director de Cultura en algún ministerio. Más tarde fuiste Cónsul en alguna isla del Caribe. Por cierto, que allí  no calentaste la silla de tu escritorio, sino más bien  el  mullido  sofá colocado estratégicamente en un rincón de tu oficina,   donde tantas veces  te acostaste  con  damiselas a quienes aplicabas la inefable operación colchón.   En mi caso,  lo digo con toda humildad, la única operación colchón que alcancé a aplicar,  en toda mi larga vida, fue cuando le compré a uno de mis hijos, en una  chivera ubicada  en Catia, un desmirriado catre con su respectivo colchón usado, que, dicho sea de paso,  apestaba de orín y excrementos.  

Más aún, durante casi todos los  años de  mi carrera de funcionario público, casi nunca  ejercí cargos  fijos, o sea, casi siempre trabajé bajo la precaria  condición de  supernumerario.  Mientras tanto, a través de la corrupción administrativa, que con tanta astucia explotabas, en esa medida, se engordaba  tanto  tu corrupta chequera como  las de tus compinches.  
Otro episodio del cual siempre te estaré agradecido, por haberme permitido ganar  algunos churupos,  fue cuando ingresaste  al primer anillo de poder de un presidente de la  República Real de Venezuela, donde tuve el chance  de llevar la contabilidad de los gastos de la partida secreta de ese sujeto, una  partida secreta de dos caras, la  monetaria del ministerio, pero también la otra, esa que   secretamente guardan  ciertas mujeres en su entrepierna. 
Hasta me  da risa recordarlo, pero a través de tus sólidos vínculos con la jerarquía católica, en cierta ocasión  viajaste  a la Ciudad del  Vaticano con los gastos pagados, para que le dieras personalmente  la buona sera  a Su  Santidad el Papa. En cambio, por esos días,  yo sufrí un tremendo resbalón y me fracturé  un brazo,  gracias a la buena cera con que pulían  los pisos del ministerio. 
Ese mismo fervor católico que siempre profesaste, te permitió empatarte  con los 12 apóstoles, en especial el Apóstol Pedro, el banquero.  En mi caso, te agradezco  haberme conectado con el apóstol Diego, el de los autobuses Ikarus, donde, por un cierto tiempo,  me dieron una   chambita como contador,  lo cual me permitió ponerme en  unos churupos extras.           

Toda la vida te agradeceré que  gracias a tus buenos oficios, me hayan adjudicado  un apartamento del Banco Obrero,  situado en el piso 12 de un bloque de 15 pisos.  Allí,  ciertamente,  viví gratiñán con mi familia  por muchos años. De paso, mi  salud se fortaleció, pues   con harta   frecuencia fallaba el ascensor,  por lo cual llegué  a  desarrollar esos  tremendos músculos en mis piernas que hoy exhibo con tanto  orgullo.   
Dos cosas más te agradezco, la primera, que me conseguiste una modesta beca para uno  de mis hijos. La otra,  fue la palanca que utilizaste  para sacarme  de los calabozos de  la Digepol, donde estaba preso por agitador político.   De lo contrario, con toda seguridad, me habrían “desaparecido”, en algún Campo de Concentración. En gesto de gratitud, recuerdo haberte presentado a una camarada,   luchadora de izquierda como yo,  a la sazón, compañera de  prisión, quien luego de acogerse a   la amnistía del gobierno socialcristiano,  por coincidencia o por lo que fuere, posteriormente, por esas volteretas  de la política,  esa ex camarada,  llegó a convertirse en una de  tus numerosas  amantes. 
Recuerdo también que a través del programa social de  venta de  leche a precios subsidiados, en los barrios pobres de Caracas, me dieron la oportunidad de convertirme en distribuidor del producto, pero, siguiendo  tu ejemplo oportunista, llegué a  ganarme unos churupos extras,  pues en vez de venderla a los necesitados, como sería mi deber hacerlo,  la desviaba para vendérselas a los chicheros. Esa manguangua la conseguí Gracias a Ti,  por tu influencia en el cercano anillo de un candidato presidencial a quien  con tanto fervor apoyaste en su campaña electoral.  

No puedo dejar por fuera mi eterna gratitud por los tragos de buen güisqui, champaña  y exquisiteces  que me brindabas, gratuitamente,  al permitir colearme en tantos saraos  celebrados en lujosos restaurantes del este de Caracas. Por si fuera poca cosa,  también me divertía en grande escuchando las disertaciones de tus compinches poetas e intelectuales de la República Ficcional del Este. Mi modesta  compensación hacia tu persona,  por tantas rumbas y placeres disfrutados,   fue acelerar  los pagos de tus facturas, aprovechándome de  cierta influencia que yo llegué a cultivar    en los diferentes  departamentos de finanzas de los ministerios.  
Otro hecho que nunca se me olvida, es que posterior al  Caracazo, bajo el imperio del  toque de queda decretado por el gobierno,  por elementales razones de seguridad, en las noches  yo me refugiaba humildemente en mi apartamento.  Tú en cambio, lo hacías de una manera muy astuta, solías  reunirte en medio de ruidosas francachelas etílicas  compartiendo con tus compinches en alguna lujosa vivienda, donde no faltaría algún devaneo amoroso con bellas damiselas.  Ergo, a mí  en lo personal, no me afectaba  el decreto de suspensión de garantías dictado por  el gobierno, pero a ti sí, no por la acción de las autoridades civiles y militares,  sino por el castigo de  tu irritada esposa,  pues en ese tiempo, ella te había suspendido esas otras garantías, las que solamente tú conoces, luego de   pillarte  la  relación con una de tus numerosas  amantes. 

La guinda que corona el pastel de tus éxitos transitando el tortuoso camino de los 4 anillos, el profesional, el religioso, el político y el erótico fue cuando te otorgaron la Orden del Libertador, condecoración que obtuviste  gracias a tu ascendencia y el poder que emanaba de la secretaria privada de un presidente de la República Real de Venezuela, quien para hacer más solemne el acto, en esa ocasión se disfrazó de  militar de alto rango.   Recuerdo que esa ceremonia  tuvo una gran  difusión por los medios de comunicación impresos y radioeléctricos.  Yo también estuve presente, pues en ese mismo acto, me concedieron la Orden Mérito al Trabajo, en reconocimiento a mis 40 años de servicios en la administración pública.  En resumen, dichas  condecoraciones se derivaron de  poco  mérito   para ti, pero demasiado  trabajo  para mi, por el trabajo que me costó  lograrlo.        
Como te habrás dado cuenta, al analizar el contenido de esta monserga, en el supuesto negado  que  alguna vez la vayas a leer, probablemente se desprendería la conclusión que,  aún en medio de  los paralelismos y contrastes de nuestra relación amistosa, las cosas funcionaron  razonablemente bien,  sobre todo porque,  a pesar de los  pesares,  curiosamente siempre prevalecería el mutuo provecho,  crematístico de tu parte, socialmente útil de mi parte. 

EPÍLOGO

Pero todo tiene su final, y en este caso,  la  primera gran fisura en nuestra relación amistosa, se produjo el 4F, pues tu intuición política  te llevó  a observar que,  de mi parte, percibirías  una cierta satisfacción,  al ver desfilar, de manera desafiante,  tropas y tanques de guerra por toda la ciudad, viendo con asombro, cómo  los gobernantes reculaban temerosos. Más tarde, también percibirías mi  frustración, al ver   mi actitud cuando abortaron el golpe.  En tu caso, sucedió todo lo contrario. Pero si observé que a todo  lo largo de esa jornada, se hizo evidente que el  culillo te movió a rondar la sede de la Embajada de Colombia, por si acaso. 
Al final, tu espíritu y el mío  se nos  arrugaban,   al contemplar,  alarmado, todo lo que sucedía  a partir de la observación  de la cara de circunstancia que exhibieron  los fracasados  golpistas.   
Curiosamente, durante ese amanecer de tanto ruido de sables,  el periquito desde tempranas horas, comenzó a cantar de lo más alegre.  Luego,  sus trinos  fueron  bajando de tono,  en la medida que se hacía evidente el fracaso de la intentona golpista,  hasta quedar, ya en horas de la tarde,  completamente mudo. 
En los días y meses posteriores a esa intentona golpista, los  continuos y masivos cacerolazos de unánime protesta en contra del agonizante gobierno,  te estuvieron atormentando,  pero como viejo lobo de mar político, observé cómo oteabas el horizonte, al percibir un pestilente hedor a pólvora, hasta llegar al  trágico día de aquel  mes de  mayo,  cuando se hizo pública la renuncia del presidente de la  República Real de Venezuela.   
El alivio que pudo haberse producido en tu ánimo al primer momento,  por el dedazo con que se eligió al anciano  nuevo presidente provisional, creyendo, erróneamente,   que podrías pescar en río revuelto, se te disipó en seguida, cuando observaste que los nuevos anillos del poder ahora lo ocupaba una tecnocracia en la cual, por razones obvias,  te negaron toda aceptación o acceso  
Posteriormente, nadando a  contracorriente de toda lógica política,  buscaste afanosamente una oportunista tabla de salvación,  refugiándote  en   la precandidatura de una  ex reina de belleza, pero todo fue inútil.  Se hizo evidente que tus días de gloria habían ya fenecido, más aún, cuando despechado y temeroso de que el otro candidato te friera en aceite  la cabeza,  caíste en depresión profunda, atormentado por  terribles pesadillas y complejos.  
Tu situación se agravó al observar  la arrolladora campaña electoral del recién llegado,  un  ex militar golpista, lo cual   te acrecentó el odio, pero sobre todo la nostalgia de tus días mejores, cuando, al igual de lo que suele experimentar  un marido cachón,  eras feliz  y no lo sabías.  
Finalmente, recuerdo cuando nos citamos para encontrarnos  en los alrededores del Ateneo de Caracas, para escuchar el discurso del candidato ganador en esas elecciones. Tu rostro sombrío y mi mirada expectante,  siguieron con mucho interés  las palabras del hablachento orador.  
Al final, del evento, un frío pero fraternal  apretón de manos, selló nuestra  despedida hacia  destinos muy diferentes. Creo haber observado, en esa penosa circunstancia,  de tu parte, cómo una furtiva lágrima corría por  tus vidriosas pupilas. 
Por mi parte, con mis pasos lentos pero bien medidos, regresé en plena madrugada, a mi residencia, bajo el bullicio de las  esperanzadas voces del populacho y el sepulcral silencio de los sectores burgueses de la ciudad. 
Al  llegar a mi apartamento, descubrí que el periquito había muerto unas horas antes.  Mi cuerpo todo sufrió un espasmódico sacudón  al intuir que algo significativo habría de suceder al  ver premonitoriamente, el rígido cadáver de la avecilla. 
Han pasado  hasta el día de hoy, años  y años sin cruzarnos  una sola  palabra.  Sería presumible pensar que tendrían que haber mediado   demasiados factores intervinientes y determinantes hasta llegar a este grado de  enfriamiento,   pero de todos modos, durante todo este tiempo sin comunicarnos, me sigue asaltando  la  duda razonable de si es que esa relación nuestra de ganar-ganar, estaría  construida, tal como sucede con el planeta Saturno,  con anillos de estructura gaseosa, 
Por último, aunque pudiera ser también una mera coincidencia,  algo me dice que el fin  de nuestra amistad  estaría subliminalmente asociado  con la muerte del periquito, o sea del pájaro espino  que cantó una sola  vez en toda su vida.  
De lo que sí estoy bien seguro es que al día de hoy,  sigo siendo el mismo pelabolas de siempre.  De igual manera,  pienso que a estas alturas, tu  vida probablemente habría continuado en franco descenso,  deslizándose  por un plano inclinado, por lo cual,  todo  parecería conducir a la  irreverente conclusión de que, en mi caso,  siempre administré mi vida con criterio de escasez, mientras que  con la tuya,  lo hiciste con escasez de criterio.   

GILBERTO PARRA ZAPATA
gilparra60@hotmail.com

Sitio web de la imagen: https://es.dreamstime.com/foto-de-archivo-libre-de-regal%C3%ADas-cuatro-anillos-image8756515

miércoles, 30 de agosto de 2017

LA ROSA Y LA CRUZ DE UNA ESCENA (1)



“Puedo dudar de la realidad de todo, 
pero no de la realidad de mi duda”

Andre  Guide



El viejo Rafael Tovar sirvió la escena  a través de un fatal sortilegio fílmico, para que sus cinco hijos, todos varones,  recibieran de la vida una sonora bofetada.  Cada madrugada, después de  pasarse horas enteras  leyendo las monografías rosacruces   que le llegaban vía correo certificado,  se  trasladaba  con una linterna sorda encendida   hasta el cuarto donde dormían esos muchachos,  para asegurarse que todos ellos  habían llegado a la casa,  que se habían acostado, pero  que además estuvieran  dormidos.  Esa escena de un padre que a lo largo de su vida había sido absolutamente indiferente hacia la  suerte de todos ellos,  un padre que  hizo todo lo posible por amargarles la vida,  esas horas negras jamás  se le olvidarían a Jesús, quien por el resto de su  existencia arrastraría  la pesadilla de  la visión,  en la  alta madrugada, del haz de luz de una linterna encendida  que se  proyectaba  directamente  sobre su rostro, viendo interrumpido su descanso de esa manera tan brusca.   Esa escena creó en  Jesús el pavloviano reflejo de una cruel  dominación sobre su espíritu   sumiso   Más tarde en su vida, como proyeccionista en las salas de cines donde le tocaría   trabajar,  por efecto de ese mismo reflejo condicionado, todo el tiempo estaría comparando   las escenas  que se proyectaban  en la pantalla,  ese haz de luz que cruzaba el éter desde la ventanilla de la sala de proyección hasta la pantalla donde se reflejaban las imágenes,   con la lumbre   de la linterna que durante tantos años le interrumpió su descanso y le frustró los   sueños que alguna vez pudo haber abrigado.
   
Cuando llegó el momento inevitable de la separación familiar, el viejo Rafael se llevó  a vivir con él a  Jesús, a un improvisado local comercial, la  pequeña sala de una  humilde vivienda en el barrio Sarría, muy cerca de la sala de cine de ese barrio,  donde el viejo trabajaría ejerciendo su oficio  de radiotécnico, reparando aparatos de radio y otros electrodomésticos, y en esas largas horas de ociosidad en que el viejo no tenía trabajo, entonces de dedicaba  a su muy arraigado  hábito  de leer las monografías rosacruces, haciendo inauditos  esfuerzos visuales, con  sus  gruesos lentes de carey cabalgando al borde  de su  puntiaguda nariz, acompañando la lectura con movimientos apenas perceptibles de sus  labios, como en un trance.  Mientras tanto,  Jesús,   sin nada que hacer,  dado que le habían prohibido  salir a la calle, pues   durante  ese tiempo tampoco  asistía a la  escuela, lo observaba en silencio, sin atreverse a interrumpirlo. Sin embargo, allá en sus adentros,   el mismo nombre rosacruz, combinación de dos íconos que se le antojaban  misteriosos,  como lo son la tersura de la rosa ligado al  poder de la cruz, a su entender necesariamente estaría  asociado a fenómenos  paranormales absolutamente incomprensibles  para su limitados conocimientos del arte de vivir.
     
Pero un día, haciendo acopio de valor, a sabiendas que el  viejo se disgustaría, se atrevió,   a todo riesgo, a preguntarle:

-Papá, ¿Qué tanto lees, qué es eso de rosacruz?
El viejo,  con visible molestia,  desvió del papel  sus  miopes  ojos y mirando fijamente a su hijo, le dio por toda respuesta, haciendo acopio de una pretenciosa ostentación de  soberbia, esta frase que lo  marcaría por el resto de su vida:
  
-Esto es un gran secreto, son los arcanos, no te lo puedo decir hasta que tu, al igual  que yo,  te ordenes de    Summum Supremum  Sanctorum.

Esta  frase, tan  extraña,  para él incomprensible, tan recargada de latinazos,    le sonaría al pobre muchacho como un latigazo en pleno rostro,  quedando  más anonadado y confuso que nunca,  pero en medio del temor que le inspiraba su padre déspota, cerró  con su  silencio,   uno de los pocos diálogos que  a lo largo de su vida sostendría con el viejo Rafael.
     
Poco tiempo después, sin avisarle a nadie,   el introvertido anciano,  emprendió desde Caracas,  una caminata hacia ninguna parte, sin rumbo fijo,  pero por razones que él  solo conoció,  se encaminó hacia el oriente del país, pero no  recorrió mucho espacio, apenas hasta Guatire, donde  alguien encontró  su cadáver  a la sombra de una ceiba, extrañamente incorrupto, no obstante  que para ese momento  tendría   una data de muerte de  por lo menos una semana, en una circunstancia   en  que ni siquiera las aves carroñeras se atrevieron a acercársele.  Todos los que lo conocieron, pero con más razón Jesús,  asociaron este hecho singular al misterio con que siempre rodeó su afiliación, más bien fanatismo,  hacia la secta rosacruz.  Las autoridades eclesiásticas de Guatire le negaron cualquier oficio  religioso  al difunto, quien  al final fue sepultado en una tumba anónima en el  cementerio del  pueblo.

A partir de allí,  el adolescente Jesús, totalmente desorientado, semi  analfabeta, sin ninguna experiencia en la vida, sin dominar ningún oficio, sin ningún domicilio donde refugiarse,  solo y desamparado,  emprendió su propia aventura de vivir.   Sus pasos se dirigieron entonces  en busca de los amigos que trabajaban en  el cine Sarría, una sala  propiedad del señor  Cardona,  un  empresario español, quien a  pesar que  lo habría visto un par de veces, contrató sus  servicios en calidad de bedel y de la mensajería  para ir a buscar y a cambiar las pesadas  cajas de metal que  contenían  las  rebobinadas cintas cinematográficas.   

Alguna habilidad tendría Jesús para  los trabajos manuales, ayudada sin duda a través  de la observación silenciosa, durante años y años   del trabajo que realizaba su padre,  pues rápidamente aprendió las funciones básicas de proyeccionista de cine.   Entonces, diariamente, una vez que concluía la dura tarea  de dejar limpios los baños de la sala de cine, de hacer los mandados domésticos del señor Cardona, ya de regreso  de  la cotidiana visita a la empresa  distribuidora de las películas,  entonces se  instalaba de mirón en la sala de proyección, observando atentamente los movimientos de  sus  camaradas  proyeccionistas, a quienes auxiliaba diligentemente, siempre con la idea fija de asumir algún día ese trabajo, el cual  comenzó para él a constituirse en una meta de su vida
.  
Sin embargo, la primera vez que Jesús traspasó las puertas de una sala de cine, tendría  18  años. Entró a las cinco de la tarde, pero  prolongó su  permanencia hasta las nueve  de la noche, pero a pesar de las horas transcurridas,  no prestó casi ninguna  atención a la película, es más, nunca recordó  la trama. Lo  que sí  le impresionó  en medio de  la penumbra,  fue el haz de luz que emergía desde la sala de proyección, cruzaba el ámbito de la sala de cine y se proyectaba en el níveo tapiz de la pantalla. No le quitaba la vista de encima a ese revolotear de las partículas de polvo, vistas al trasluz, los fotones  que flotaban por el aire reflejadas en esa lumbre, ese movimiento de oscilación de las partículas de polvo que a él se le antojaban un ballet de miles de mariposas blanquecinas en su vuelo inquieto. No se le ocurría  otra cosa que imaginarse que se trataba  de una  rosa y una cruz que el viejo Rafael dirigía, donde quiera que se encontrara,  desde algún lugar  oculto, en este caso no como antes, con una interna,  sino con un proyector cinematográfico
.    
La visión  de esa luz cruzando el éter,  asociado  a la magia del cinematógrafo, una caja negra  con unos lentes y una rueda giratoria a un costado para rebobinar una y otra vez, las cintas  de celuloide, era algo que le fascinaba, más aún al ver  que las   células fotoeléctricas viajaran impulsadas por  una fuerza motriz  que  trasmitía las imágenes ampliadas a lo largo  de  una distancia de por lo menos 40 metros, magnificando  la imagen grabada y el sonido de las películas. Por instinto,  no exento de malicia, también aprendería las mañas, las buenas y las malas,  para manejar las intríngulis  del oficio, tales como pegar cintas rotas, pero también recortarlas a propósito, siempre en beneficio del dueño del negocio,  en abierta contradicción de los intereses del los espectadores, quienes  solían reaccionar con violentas protestas verbales, que a veces culminaban   con las destrucción parcial de las butacas de la sala de cine.

Más allá de los afanes del oficio de proyeccionista, aún llegado al punto cuando el hábito termina por borrar  la conciencia, y entonces los reflejos pavlovianos  devienen en reacciones automáticas, solo entonces la atención de Jesús  pudo centrarse en la trama de las películas,  casi todas  mexicanas, pero también   esporádicamente argentinas y cubanas,  más raras aún las venezolanas.  Una vez que traspasó ese umbral, entonces y   sólo entonces reparó Jesús  que más allá de  la memoria de su arbitrario  padre,  existían otras  realidades, en este caso fantasiosas realidades que lo hacían abstraerse de sus agudos  problemas cotidianos, la dura lucha por su supervivencia que lo hacía caer con demasiada frecuencia en depresiones.  Su eterna preocupación de qué, cómo y dónde  comer, dónde pasar la noche, la hostilidad de una incipiente delincuencia en el barrio Sarría, mal entretenidos sujetos que lo acosaban  o a veces lo tentaban a delinquir;  las prostitutas del barrio,  que se burlaban de él por no poseer ni un centavo para el trato sexual. 

Al comparar su propia realidad con las fantasiosas realidades de las películas, entraba en las crueles contradicciones al contrastar su suerte con las de   gentes aparentemente felices y satisfechas con la vida, en este caso,  los crueles  terratenientes y hacendados  que dictaban su ley en el mundo de las películas; pero en contraposición a ellos,  los héroes románticos que luchaban por corregir esas injusticias en contra de los pobres, con quienes entonces Jesús establecía una corriente de solidaridad automática, al compararse a sí  mismo con esos desheredados de la fortuna.  A su vez,  sentía envidia y admiración por el éxito de esos actores-cantantes  que seducían a   hermosas mujeres,  en medio de románticas serenatas a la luz de la luna, debido solamente a  ser dueños de  voces  privilegiadas. Esos galanes  encogían el corazón de la mujer objeto,  a través de  canciones con un discurso sibilinamente romántico, teñido con   ese machismo subyacente, que tanto le recordaban la mezquina actitud de su padre. Todo ese complejo tejido de circunstancias que imbricaban ambos mundos, el suyo tan miserable y carente de algún sentido humano,  en contraste con los protagonistas de  las tramas de las películas, fue llevando paulatinamente a Jesús en la  agónica búsqueda de su esquiva redención, a refugiarse cada vez profundamente en el mundo de las películas. 

A todas estas,  ¿Cómo se imaginaría Jesús, en medio de sus delirios,  a México, país donde se fabricaban las películas? ¿Estaría enterado Jesús siquiera  de  la ubicación geográfica de México?  Seguramente que no, pero eso era irrelevante, lo que a  él realmente le interesaba  a como diera lugar, era relacionarse con ese mundo, vivir las tristezas y alegrías de los  protagonistas de las películas, transformarse en un actor,  con su traje de charro y sus pistolas, cantar con los mariachis, relacionarse con esas hermosas mujeres, beber tequila y mexcal en lugar de la cerveza y ron que solía consumir, imitar a Pancho Villa, quien  montaba  a caballo por las  llanuras infinitas  de Sonora y Sinaloa, vivir  como los charros que hacían  de Jalisco su patria y su hogar 
   
Un buen día, vista la dedicación de Jesús a su trabajo y también  por otras razones personales, el señor Cardona le propuso  pasar las noches en calidad de vigilante,  en la sala de cine.  Bendita decisión, pues ya no pasaría las noches al descampando, simplemente extendería  una colchoneta en la sala de proyección y allí se echaría a dormir.  Eso creería el señor  Cardona, pero Jesús aprovecharía esas horas perdidas para comunicarse en forma muy cálida, muy personal, muy intima, con esos actores-cantantes que tanto admiraba y envidiaba, entre otros,  con Pedro Infante, con Jorge Negrete, con Tito Guízar,  con Miguel Aceves Mejías, con Tony Aguilar.

Mientras el barrio Sarría dormía plácidamente,  en el interior de la sala de cine, una vez que el público y los demás empleados se habían marchado, sencillamente  Jesús procedía a rebobinar la cinta de celuloide,  encendía  el proyector,  pasaba  la película,  y en medio de la penumbra cómplice, sostenía  diálogos interminables, como si se tratara  de dos viejos amigos   con el protagonista principal de la película que ese día se  había proyectado en el cine. 

Una de esas tantas veces, después de proyectar la película El Milamores, la especial simpatía que se profesaban mutuamente él y Pedro Infante,  de tanto verse desde adentro y desde afuera de la pantalla, los llevaría a sostener  este   bizarro  palique   que se prolongaría  hasta el amanecer:
  
-Oye, Pedro, ¿luego luego cómo te va? – Inquiría Jesús  con un malicioso mohín.
 -Pos bien, mi cuate. –respondía  Pedro  Infante.  
- ¡Ijole!....¿Al fin te casas  o no te casas con Silvia Pinal?  Mira que esa Silvia está rechula, todo el mundo en la película se dio cuenta que  ustedes están enamorados. –y a  continuación, para reforzar sus palabras,  le  referiría   algunas escenas románticas de la película.

-Eso hay que celebrarlo con un tequila, -respondería  Pedro,  evadiendo la engorrosa  pregunta.

Escenas como esas, situaciones como esas, febriles  diálogos como ese, impulsados al calor de una rosa y una cruz, habrían tenido lugar   noche tras  noche, teniendo a Jesús y  al actor de turno como  protagonistas, hasta que algún transeúnte de ocasión pondría en autos   al señor  Cardona acerca  de extraños movimientos  que todos los días, en horas de la madrugada,  a lo largo de muchos meses, tendrían  lugar en    el interior de  la sala de cine,   por lo cual, un buen día,  lleno de suspicacia, acudió a su negocio, para poner todo al   descubierto. 

¡Precisamente esa noche, en el colmo de su paroxismo, en su frenética  ansiedad de comunicarse con Pedro Infante,  el inefable Jesús se pondría  al descubierto del señor Cardona,  al olvidarse  apagar el llamativo  aviso luminoso de neón que daba a la calle  Real de Sarría, colocado en la pared exterior del local!  
  
(1) Ganador del II concurso “Cuéntame el Cine”, convocado por  el Centro Nacional de Cinematografía, (Puerto La Cruz, diciembre 2009)


Sitio web de la imagen:http://listas.20minutos.es/lista/las-10-mejores-peliculas-de-pedro-infante-70640/

jueves, 24 de agosto de 2017

EL DESENTERRADOR DE LA COMARCA


A lo largo de los años, siempre había tenido bien presente lo inevitable de la muerte, pero no por ello   la esperaba con los brazos cruzados, más bien le hacía seguimiento con mucha aprehensión al tan cacareado concepto bíblico del fin de los días.  Pero,  bien lejos mi espíritu del apocalipsis, me marcó para siempre  una frase, más bien un mapa mental, que alguna vez le escuché a un  compañerito de clases, en el tiempo cuando ambos cursábamos el segundo  grado. El  párvulo de entonces  afirmaba,   de acuerdo con la lógica contundente de todo niño, que el último ser humano en morirse y desaparecer sobre la faz de la tierra, tendría que  ser, necesariamente, alguno de esos obreros que se ocupan de enterrar a los demás, es decir un sepulturero, más exactamente, un enterrador. 
Verdad de Perogrullo, dije más tarde,  pero hasta ahora no se  me había ocurrido imaginarme quién,  a su vez, sería el enterrador de ese  último  ser humano que agotaría  la lista de los vivos, pero por razones obvias,  de antemano me autoexcluí, y a continuación,  todo se resumiría a una lógica por demás elemental, es decir, al quedar sobre la faz de la tierra solamente dos seres humanos con vida, ¿quién enterraría a quién?  
Más aún, en el supuesto, ya negado,  de que yo alguna vez, sería  uno de ellos, quedaba automáticamente enterrada  la idea  de que  yo sería  enterrador de nada ni de nadie,  mucho menos aún ser  un desenterrador.   

Poco importaba que los años siguieran su curso inexorable, pero a estas alturas de mi vida, con tantas ruedas a cuestas,  ya es absolutamente pertinente pensar en mi propia muerte, y asociado con ese evento, tal vez por frivolidad, pensar en el epitafio que coronaría  mi sepultura.  No es que considerara indispensable tenerlo, pero de acuerdo con  esa misma frivolidad post mortem,  por nada del mundo quería que mi sepulcro se identificara con frases insulsas, sino con un verdadero epitafio, que me definiera tal como soy, , que de verdad constituyera  una síntesis de mi vida.  Sabía que más temprano que tarde, tendría que abordar la tarea  de escribirlo, aunque  por otra parte, me aterrorizaba la idea de morir en el intento. 

También  con la promesa ya autoproclamada de que yo no sería  jamás un desenterrador de nada ni de nadie,  ni ser uno más del montón en ese bosque de tumbas, me entregué en cuerpo y alma, con la voluntad de un cruzado,  a buscar información, pero sobre  todo inspiración, hasta verle el hueso, no a los difuntos, sino a algo más higiénico, es decir, dejar por escrito mi legado, pero, eso sí,  no a través de pensamientos simplones o de frases sueltas, cualesquiera de las dos que resultare más pintoresca.  Ergo, mentalizarme que no es solo cuestión de necrología, aunque en el mero fondo se trate  de arqueología referida a  entierros o a desentierros,  a cual más bizarro. 

Consciente de que con esa búsqueda quebrantaría la generalmente aceptada y atávica creencia  de la paz de los cementerios, acto seguido, midiendo en toda su dimensión la inconmensurable  magnitud   de lo que tenía por delante,  aplicando la fría lógica de  los jurungamuertos  que ejercen su oficio en forma eficiente,  me dediqué, febrilmente,  a recorrer los lugares donde estos sujetos  trabajan y actúan, es decir, a  recorrer camposantos.  

A tales efectos, tenía por delante dos opciones: el tradicional  vetusto y destartalado  Cementerio General  del Sur o el más moderno y funcional Cementerio del Este en la Guairita. Dos mundos diferentes que se confrontan en estilo, pero que convergen en el dolor y el desamparo de la muerte. 

Muy pronto, al comenzar  la búsqueda en el  primero de ellos, se me arrugó el espíritu, y desistí de continuar,  al no más pensar en los obstáculos a vencer,  no sólo  por lo abrupto del terrero donde está enclavado, la conformación irregular de las tumbas, la inseguridad reinante en el lugar, la presencia de lúgubres panteones, y por si todo ello fuera poco, mi propio miedo escénico, al sentir cómo  miles de ojos escrutadores, entre  curiosos y escépticos, observarían a una figura solitaria, portando  un mapa o plano, un  lápiz y una  libreta en la mano, tomaba  nota de las  inscripciones  en cada una de  los sepulcros.  
De paso, jamás me imaginé que alguna vez me tropezaría con un horizonte de tantas cruces y con tantas imágenes,  grandes, diminutas, gigantes, de todos los colores, fabricadas con cuanto material es utilizable a tales fines, es decir,  cemento: yeso, bronce, mármol, hierro,  madera,  aluminio,  piedra tallada.  En resumen, un mundo plural, donde el mínimo común denominador es el difunto, y el  máximo común múltiplo  es su  clase social, pudiente o pobre.  Así mismo, juro por todo ese montón de cruces,  que hasta entonces no me había percatado del contraste entre  la vida que irradian e  insuflan las flores, en  compensación con  la tristeza y el desamparo de los dolientes.   Por todas estas razones, por  increíble que parezca, sería la primera vez en mi vida  que acudió a mi mente  la elemental asociación subliminal de la muerte con todos estos símbolos. Y en última instancia, todas esas reflexiones me terminaron de convencer que, a todo evento,  debería seguir adelante en mi loco empeño.

Otro obstáculo a vencer, es la sensación que afirman los textos religiosos en relación a lo que sienten a toda hora  los difuntos, cual es el de encontrarme íngrimo y solo,  pero aún  mucho más,  en una noche de difuntos, y con ella, la figura del Tenorio en medio de la oscurana, o los sustos que pasaría, según el propio Bram Stocker,   hasta el mismo  Conde Drácula, con todo y su corte de vampiros.   Repudiaba toda la literatura de Boris Karloff y las películas de Hithcock.  Muy lejos de mi mente, en esa circunstancia,  la idea de los zombies, seres exiliados  que regresan a la tierra a buscar no sé qué cosa supuestamente perdida, que de paso, es distinto al de las ánimas, pobres  almas errabundas en busca de redención, bien entendido que  ellas no acostumbran asomarse por  los camposantos, pues para eso cuentan con una legión de beatos y beatas que claman por su inserción en la corte celestial, o más modestamente en el purgatorio, según haya sido su conducta durante  su tránsito vital.   

En cambio, mi mayor temor lo constituían los seres vivos, sobre todo  los curiosos, al no más  pensar  que   me confundieran  con algún profanador de tumbas, de esos que suelen realizar actos satánicos, o con algún brujo de ocasión, o con un buceador macabro de objetos de valor, o algún reciclador de coronas dejados al abandono por los dolientes, o un saqueador de piezas de mármol, y demás faltas a las buenas costumbres mortuorias.   Al no ser,  ni por asomo,  un convidado de piedra, llegué hasta a temer por mi propia seguridad personal, acosado, con razón o sin ella,  por los transeúntes,  por los  muertos y por lo que no son ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.   

Desistí,  pues, de continuar mi tránsito por ese tan deteriorado y peligroso  camposanto y entonces concentré mi búsqueda a través del  lujoso Cementerio del Este. Previamente, me proveyeron de un mapa o plano del cementerio, donde iría señalando las tumbas visitadas, y por descarte, las que tendría que ir observando a lo largo de mi búsqueda. 
Una vez que comencé mi peregrinaje, en contraste con el cementerio del Sur,  allí  observé atentamente las sepulturas, adornadas con esas  placas de dimensión 0,5 de ancho por 0,65 de alto, tan elegantemente identificadas mediante áureas inscripciones, alineadas tan cuidadosa y simétricamente en veredas regulares, todos ellas descansando  sobre un hermoso  suelo plano cubierto de césped y situadas en espacios  abiertos y celosamente  vigilados. Me impresionó el orden en que estaban dispuestas,  tan uniformemente organizadas, borrando cualesquiera diferencias sociales, en razón de que ninguna sobresale de la otra, pues no existen, entre otras cosas,  esos macabros y sombríos panteones. 

Caminante incansable por un  camposanto con tales características, reflexioné si la muerte habría realizado el milagro de impartir  justicia social en esta vida, ignoro si  en la otra, al hacer  tabla  rasa en todos los órdenes humanos y divinos,  dado que allí,  precisamente,  se igualan  todos los que yacen  debajo de la tierra, dejando bien claro que eso solamente sucede después del acto de inhumación, que,  dicho sea de paso,  nunca me detuve a curiosear, al darme cuenta que  en el acto mismo del sepelio afloran las diferencias sociales. Muy simple, los que realizan  los pudientes, pasan por un largo protocolo, generalmente presididos  por algún arzobispo, u obispo, o   al menos un  párroco, en contraste con los de los pobres, realizados  con demasiada premura, y en cuanto al personaje religioso que preside la ceremonia,  generalmente se trata de un modesto, cura sin mucho aspaviento.  

Esos actos de sepelio, que  apenas miraba de soslayo, revelan,  según el caso, un derroche de lujo o  un modesto testimonio,  empezando por el ataúd, costoso o barato, la marca o aspecto de  los carros fúnebres, pero sobre todo el look de los concurrentes, bien sea un verdadero desfile de modas o de arcana sencillez, según la chequera de los dolientes y sus respectivos invitados.      

Esta experiencia me fue convenciendo gradualmente  que la muerte nos iguala a todos,  que lo primero que observé, para mi desconcierto,  es que,  en  ambos cementerios, casi sin excepción,  en todos esos  sepulcros, más allá de las diferencias sociales, más bien con escasas excepciones,  más bien se observa una proliferación o derroche de  frases simplonas, frases   prefabricadas que expresan lugares comunes.  Se trata, en suma, de casi un ritual, donde aparece en forma destacada el nombre del difunto, una estrella para señalar la fecha de nacimiento, una cruz para la fecha de defunción  y a continuación,  todo lo demás plagado de  frases cursis,  tales como “Descanse en Paz”, QEPD, RIP, “Recuerdo de…….”.  Reiteraciones acompañadas de frases macarrónicas, tales como Flores a Papá, Vivirás por siempre entre nosotros, Te recordaremos por siempre, siempre juntos hasta en la muerte, etc.  etc. Pragmatismo impresionante referido a  este mundo, pero nada  del otro mundo. 

Cavilaba  haciéndome preguntas sin respuestas,   imaginando lo que  pensarían esos difuntos, cómo  se sentirían, o satisfechos,  o por el contrario,  disminuidos en su auto estima, al ver cómo su ciclo vital se había cerrado  en medio de  tanta  pobreza conceptual. Reflexioné si todo ese protocolo no sería  más que miserables tributos a la memoria de quienes se supone debieron llenar espacios significativos en la vida de sus deudos. 
Una posible explicación, de ninguna manera una  justificación, sería que la dimensión de las placas  que identifican los sepulcros, son de tan pírrica dimensión, que no habría  cabida para nada más, muy al contrario de los panteones, en cuyas paredes y altares,  podría caber hasta un enjundioso discurso de circunstancia funeral. 
En lo que a mí concierne, a estas alturas, casi había caído í en estado de shock,  algo muy parecido  a   un prematuro desencanto, casi un colapso en mi  fe de seguir en mi búsqueda, al no encontrar algo impactante, algún indicio que trascendiera la superficial formalidad de un homenaje memorioso por parte de los sobrevivientes. 

De allí  salí definitivamente convencido  que el  epitafio debe ser elaborado en vida por el propio interesado, sin duda,  algo que no se debe delegar en nadie.  Pero al mismo tiempo consideré  que,  si no llegaba  a cumplir  con mi meta de escribir mi propio epitafio, para  medio consolar mi frustración, en forma salomónica al menos, me conformaría con haber enriquecido mi vida al adquirir tal cantidad de experiencias y conocimientos.

Al hacer un alto en mi camino y evaluar el escaso valor agregado de mi esfuerzo, en ese mismo momento comprendí que si quería cumplir mi  cometido, la búsqueda tendría que ser  mucho más larga y complicada de lo que estimé al principio.  De ser posible, en otros camposantos. Así que me armé de infinita paciencia  y a continuación dibujé en mi mente, ya sin mucha convicción, un pintoresco plan, muy personal, consistente en llevar a cabo rutinarias rondas los días de mayor concurrencia de los deudos a los cementerios, es decir, sábados,  domingos,  días feriados, día de las madres o del padre, sobre todo la emblemática fecha del 2 de noviembre, según el santoral, una fecha establecida para conmemorar a los fieles (también los infieles) difuntos. 

Una tarde cualquiera, exhausto, cuando, según el mapa del camposanto, ya  casi había agotado la búsqueda por todos sus rincones, observé la silueta  de una mujer madura, sentada en posición de loto justo al lado de lo que debía suponerse es  la sepultura de su deudo, a la sazón   absorta en profundas meditaciones, quien no advirtió mi presencia sino un rato más tarde,  cuando  ya yo había tomado nota de lo que  a todos luces era un epitafio, estructurado según  la siguiente copla o cuarteta:    

Aquí yace un andarín
De camino, horizonte, quijote
Incansable de marchas, de trotes
Caminante afanoso sin fin.

Quedé petrificado.  Tantas palabras en tan  mezquino espacio de la placa,  necesariamente escrito en muy diminutas letras,  por lo cual tuve que acercarme demasiado para leerlo y copiarlo. Pero más allá de ese detalle, el breve discurso de esos cuatro versos prefiguraba lo que sin duda, habría sido la razón de ser de  alguien con un  perfil  siete leguas, un raudo caminante de largo aliento, un romántico  que había quebrado  lanzas, probablemente con mucha persistencia,    por alguna causa justa.

No sé si la dama repararía en lo mucho que tuve que aproximarme a la tumba,  tampoco en    la transfiguración que se operó en mi rostro, solo sé que con apenas un hilo de voz expresé mi turbación en ese  momento.   Por supuesto que estaría muy tenso esperando cualquier reacción de su parte, sobre todo si se consideraba importunada por mi presencia, dada la  forma tal vez desconsiderada de mi parte, al haberla sacado así tan de repente de su abstracción.

Fue así cómo quedé pálido y enmudecido  por unos interminables segundos, hasta que  la dama, con envidiable aplomo, me manifestó lo siguiente: 

-Es mi marido, fue su última voluntad, dejó escritas estas palabras antes de emprender un camino desconocido para todos nosotros, con el expreso mandato de que esos versos se transcribieran  en la placa de su tumba.  

Silencio profundo por unos instantes, expresando a continuación_

-Un buen día desapareció y por lo que dejó escrito en su diario, se proponía recorrer a pie, partiendo desde Caracas, la senda del Libertador en la Campaña Admirable.  Pero, por lo que sabemos,  solamente pudo llegar hasta  un paraje solitario muy cerca del monumento  del Pico El Águila en el Estado Mérida, donde  fue encontrado su cadáver.

Una pausa y continuó su relato

-Un transeúnte halló  su cadáver, totalmente  incorrupto, no obstante su data de muerte, acaecida varios días antes. No portaba identificación y por lo tanto, las autoridades lo  sepultaron  en una  tumba anónima, hasta que nos enteramos, acudimos a  exhumarlo y  luego  decidimos cremarlo. Aquí reposan sus cenizas.  

La dama siguió su relato: 

-Fue todo un acontecimiento encontrarlo en tales condiciones.  Si algún  olor sintió  la comunidad donde fue enterrado  fue de santidad. Ese supuesto milagro  se publicó por la prensa local y regional.  

Visiblemente emocionada, la dama me manifestó a continuación: 
  
-No obstante que fue masón y no creyente, habiendo sido más bien un librepensador, es que tal vez presumo que sería Dios mismo que premiaría su bondad y su desprendimiento por la humanidad, pues a toda prueba, fue un hombre que practicaba el bien sin pedir nada a cambio.  

Finalmente: 

-Esa caminata no  fue la única vez que emprendió en su vida, con  frecuencia desaparecía por mucho tiempo, tal vez recorriendo largas distancias, a pie, siempre en solitario.  Lo hizo  muchas veces, pero jamás  dio explicaciones a nadie.    

Luego de  escuchar estas últimas palabras, percibí  el lenguaje corporal que asumió la  dama, y a continuación comprendí que la conversación había finalizado.  En realidad, tampoco  yo estaba interesado en más detalles.  

Con este monólogo, después de leer y releer el epitafio, corroboré lo acertado que había estado  al imaginarme el inmenso legado  de ese  sujeto.  Sin haber escuchado más que esas pocas palabras, mi  imaginación volaba y las imágenes aparecían en caravana,  pero para mí  resultó claro que,  ni entonces, ni ahora, y me atrevo  a suponer que más nunca,  conoceré de otro caso similar, y que, no obstante la brevedad de esa reflexión, alguien  hubiera  definido de manera  tan fiel,  la biografía de un personaje.   

Mi búsqueda en los camposantos duró aproximadamente 10  meses y  del encuentro con la dama ya han  transcurrido 2 años, Todavía estoy impactado, tanto como en el propio  día,  de todo lo que escuché.  Desde entonces, tratando de describir mi propio epitafio, he escrito infinita cantidad de  cuartillas,  todas las cuales  han ido a dar al cesto de desperdicios, tal es mi insatisfacción por alcanzar lo que consideraría  la perfección. Tanto así, que a estas alturas, me asalta la duda de  si vale la pena insistir  en hacerlo.  

Lo único que me ha quedado claro de toda esta saga, es que algunos trazos de la vida de ese sujeto, anónimo para mi,  se cruzan con muchas de mis ejecutorias. Pero más allá de esos pensamientos, lo más claro que tengo de certeza, es que hasta   ese momento dudaba en ordenar que se cremara mi cadáver, de lo cual ignoro si sería  o no, parte de la última voluntad de ese difunto, para que al final,  todo  terminara cuando alguien,  simplemente, desenterró  su cadáver.  Este preciso detalle lo conocería  solamente  el difunto, y los difuntos  suelen delegar sus voluntades en  sus sobrevivientes.  Pero, justo ahora, me asalta la duda existencial de si lograré escribir mi epitafio, o si  por el contrario, moriré en el intento.  

Finalmente, concluyo que,   en ese gigantesco esfuerzo de arqueología funeraria,  desenterré muchas cosas, pero visto y considerado que nunca he tenido  en mente mi propio desentierro, en estos tiempos estoy considerando seriamente más bien encaminar mis pasos hacia una muerte anónima, como anónima tendría que ser  mi sepultura,  sin cruces, ni imágenes, ni fecha de nacimiento y defunción, sin frases cursis, pero, aunque parezca increíble,  tampoco sin  algún epitafio.      


Gilberto Parra Zapata


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martes, 18 de abril de 2017

EL BARBERO DE DOS SILLAS


Demasiados  sinsabores  seguramente habría  sufrido  Bartolo a lo largo de mucho tiempo,   para sostener a pulso, siendo apenas un novato,  su  salón de barbería.  Esto fue posible solamente  a partir del punto de quiebre cuando  su   espíritu de lucha comenzó a fortalecerse al superar el trauma del aprendiz  que soportaba  las burlas de Fígaro,  quien con harta frecuencia  lo humillaba,  pues con cierta soberbia  le echaba en cara   su minusválida  condición,  al  escuchar  a cada rato  esta bizantina tonada: 
-.Soy un barbero….de  calidad….de calidad.

De parte de Fígaro,  hábil  barbero andaluz, con mucha experiencia en su oficio  ejercido durante años  y años en la propia plaza de Sevilla, estaba clara  su   intención de humillar a Bartolo, poniendo de relieve, cual si fuera un estigma, su condición de maestro, pues así  vengaba en las costillas de su pupilo, las mismas  humillaciones que a su vez él habría sufrido    en esos duros años previos a  la  guerra civil española. De no haber sido así,  si  por algún motivo Bartolo se hubiera mostrado rebelde ante  su instructor,  tendría que estar muy  consciente que  Fígaro lo habría reprobado  en el examen y por tanto  jamás habría pasado la prueba exigida para ejercer el oficio  por parte del  Sindicato de Barberos y Peluqueros del Distrito Federal  y Estado Miranda. 

De todas maneras, el código muy bien definido  del ejercicio profesional para el cual  Bartolo fue entrenado por Fígaro, establecía que un salón de barbería sería poco menos que un templo  masculino, donde  no sólo estaba vedada la entrada para las  mujeres, sino que  además  la relación entre el barbero y el cliente  debía limitarse a una mera operación mercantil, por lo tanto, nada de conversaciones que no fuera  lo estrictamente necesario para cumplir con el ritual del corte de pelo y rasurar la barba.   

Así las cosas, el tenaz Bartolo, con admirable laboriosidad  y haciendo acopio de infinitos sacrificios, logró montar un modesto salón de barbería en un barrio de Caracas.  Pero, poco tiempo después, por  un golpe de suerte o como fuere, la joven Rosina, hija única  de un inmigrante napolitano,  barbero retirado, se había enamorado del novel barbero,  en vista de lo cual, el padre de la joven, en un gesto de desprendimiento,  le traspasó a título gratuito, su salón de barbería establecido  en el  Pasaje Zingg,  en pleno  centro  de Caracas, emblemático centro comercial, cuya principal novedad y atractivo,  era contar  dentro de sus instalaciones,  con  la primera y hasta ese momento única escalera mecánica en  la emergente ciudad.    La rústica escalera funcionaba casi con la misma endemoniada  fuerza de una montaña rusa, por lo cual los usuarios tenían que sostenerse muy firmemente, so pena de sufrir  una aparatosa caída.  Lo que nadie se imaginaba es que, a partir de ciertos acontecimientos sucedidos en ese salón de barbería, la historia del  arte barberil  en Caracas, para no hablar de todo el universo, por obra y gracia de esa escalera, habría de sufrir  un espectacular viraje. 

Ese salón de barbería y esa  escalera mecánica, marcarían el auge y caída de Bartolo en su saga de barbero.  El ascenso   llegó al clímax   cuando un cierto personaje de su incumbencia, cegado por los   celos hacia la relación amorosa entre él   y  Rosina,  pudo fácilmente  trepar  por las escaleras, pero con la misma facilidad, al momento de su  brusco descenso,  el susodicho personaje  sufriría  la tan temida voltereta,  y al rodar  escalones abajo, no sólo  pondría  al descubierto ciertas debilidades humanas, sino que además  arrastraría a Bartolo y también con él  a su salón de barbería,  hacia su  definitiva extinción.   
Pero no sólo humillaciones sufriría  Bartolo de su mentor andaluz,  también aprendería  que una cosa es el machismo militante de los clientes masculinos que eventualmente acudirían   a su barbería, fáciles de manejar, pues se trata de  cabezas de poco pelo  y lenguas de poca extensión y  recorrido, pero otra cosa,  totalmente inédita para  ambos,   es la muy compleja situación  que  inesperadamente tendría que afrontar con una  bizarra clientela,  que en un momento dado comenzó a frecuentar su negocio, en este caso,  especímenes de larga cabellera, lenguas viperinas, pero sobre todas las cosas,  cortas ideas de coquetería, chismes y maledicencias.  

Sucede y acontece,  que pronto se haría  evidente para Bartolo que   una sola silla no bastaría  para manejar la exigente clientela de dos mundos tan diametralmente opuestos.  Tendría a todo evento que, no obstante  el reducido espacio,   duplicar su   mundo, montando en su negocio una nueva silla,  constituyendo a  partir de allí,  dos mundos brutalmente divididos, por una parte, un espacio muy  austero,  reducido apenas a  peines, brochas, hojillas, crema de afeitar  y navajas, en contraste con el otro mundo,  repleto  de afeites, cepillos, lociones, perfumes, champús, tintes, agua oxigenada, acetonas,  esmaltes de uñas, secadores de pelo  y profusión de espejos para que esa nueva clientela   pudiera  mirarse,  en forma muy minuciosa, cada ángulo y espacio de su  cuerpo.   

Así las cosas, el primer mundo estaba dotado  apenas de  una silla muy utilitaria,   firmemente fijada  en el piso, pues nunca habría necesidad de reclinarse   hacia el  austero  lavamanos color blanco, colocado justo detrás de esa silla.   En contraste,  el otro mundo, infinitamente más complejo,  tendría que estar dotado de  un  sillón de otra categoría,  casi un  reclinable trono real,  donde sumisas cabezas  se inclinarían hacia un sofisticado lavamanos color rosado, para recibir duchas de aguas lustrales que escurrirían entre  espumas y burbujas, una obligada secuela  de champús,  acondicionadores y tintes.  
El primer mundo, para el cual   Bartolo había sido entrenado por Fígaro, era muy sencillo de manejar, pues todo  comenzaba con  la muy pragmática   requisición del cliente hacia cómo deseaba el corte de pelo, y terminaba  algunos minutos más tarde,  con el pago de la tarifa previamente acordada  por el servicio recibido.  En suma, un acto esencialmente mercantil, rodeado de  un espeso silencio solo perturbado por el ruido de la afeitadora eléctrica y el áspero roce de la navaja al moverse a  contrapelo en la cabeza y  barba  del cliente.  
El otro mundo, en cambio, es  una  periquera de chismes, comentarios intrascendentes, recelos, mucho guillo, actitudes defensivas, una constante afirmación del mundo interior de cada cliente, un sedicente monólogo que fatalmente recaía en un diálogo de sordos.  Al final de todo, al llegar  el momento del  pago por los servicios recibidos, entonces tendría lugar  una infinita  profusión  de ítems de la más variada índole, salpicada por quejas, suplicas  e  insistentes regateos.

Para asombro de todos, haciendo gala de una gran astucia, Bartolo rápidamente asimiló  en forma  magistral  ambos mundos,  con la gracia y el salero aprendidos de su maestro Fígaro.  Con admirable profesionalismos, aprendería a callar  cuándo era oportuno hacerlo  y cuándo era menester  hablar, pues entonces  hablaría  hasta por los codos.
A pesar del tiempo transcurrido, todavía resonaba en los  oídos de Bartolo,  las palabras que con tanta frecuencia repetía  su mentor

-Soy un barbero de calidad… de calidad.  Fígaro aquí, Fígaro allá.
Tampoco se le olvidaba las anécdotas que le relataba  su maestro, sobre todo cuando  sus clientes  lo  requerían con una agónica prisa,  profiriendo    el ritual  grito de:
-Fígaro, Fígaro, Fígaroooo,  - presto acudía entonces  el diligente andaluz a tan urgente  requisitoria.  
Simultáneamente pensaba que ese requerimiento formaba parte de un ritual mucho más complejo, expresado a través de la  muy manida frase:
 -Una voce poco fá.
Pero la fortuna de Bartolo daría otro giro totalmente inesperado, en  el momento mismo cuando las cosas   empezaron a complicársele,  aún para  un profesional del arte barberil  tan diestro como llegaría él a convertirse con el tiempo.     Todo comenzó cuando el perfil de su  clientela comenzó a mostrar ciertos matices muy ajenos a lo que él  estaba acostumbrado a manejar. Se trataba ahora de una extraña clientela dotada,  por una parte, de  cuerpos que exhibían  cabelleras muy largas y  ademanes suaves, peor aún, al advertir que también  acudían  otros cuerpos que actuaban con  ademanes muy  rudos.  Ante semejante contraste de situaciones, que le representarían un formidable  reto, justo es reconocerlo, Bartolo reaccionó favorablemente,  pero su  mayor preocupación es que en  su  muy modesto salón  no tendría espacio físico suficiente donde acomodar  una tercera, mucho menos una cuarta silla y de esa manera  complacer, simultáneamente,  las bizarras actitudes de cuatro mundos.  ¡Ya era demasiado el  atender   dos mundos tan  contrastantes!.
Ante semejante reto,   Bartolo puso a prueba su fértil imaginación y su   proverbial  sabiduría, gajes del oficio,   sin duda  aprendidas a través  de Fígaro,   Del   escurridizo barbero andaluz aprendería que,  si su maestro pudo sortear las mortales  acechanzas en Sevilla durante   la guerra civil española, más fácil para él sería adaptarse a  estas circunstancias,   a su juicio anti natura,  pero en el fondo  risueñas  y graciosas. A sabiendas que en el fondo sólo  se trataba de  fuertes influencias hormonales, muy pronto  aprendería a  mover histriónicamente las manos, los labios y  el trasero y simultáneamente engolar la voz ante candidatos de testosterona  alta y ademanes suaves, pero  en contraste endurecer el mentón y apretar los músculos  de la mandíbula,  cuando tendría que estar  en presencia   de candidatos de progesterona alta y ademanes rudos.  
A todas estas, la cándida Rosina, no obstante que  se sentía  locamente enamorada de Bartolo, se encontraba a su vez en el grave dilema, por cierto una tarea nada fácil,   de escoger entre el corazón y el estómago, al  evadir  constantemente el acoso del acaudalado  Don Lindoro, quien  le ofrecía villas y castillos.  Sería para la joven demasiada tentación crematística  el aceptar o no  a  este sujeto de mucho dinero  y poco seso,  bis a bis  a  un barbero de tan escasos recursos económicos  como Bartolo. 
Poe otra parte, era bien sabido que   sobre ese otro  pretendiente de Rosina se corría una insidiosa calumnia,  la cual  era del dominio de todo el pueblo andaluz, pero que también el vulgo  caraqueño  repetía en forma muy maliciosa, poniendo a prueba el  códice mental colectivo, a través de esta reflexión:
-La calumnia e un venticello   
Sin embargo, la conseja parece que en el fondo  no sería  tan infundada,  pues el acaudalado  pretendiente,  seguramente con el ánimo de perjudicar a Bartolo y de paso confirmar  los devaneos de Rosina,   acudió al salón de barbería de Bartolo   con un disfraz con el cual  creyó  pasaría inadvertido,  en cuya apariencia  se evidenciaba un sujeto de  testosterona alta y ademanes rudos, quien sabe también si  con progesterona baja pero con ademanes suaves.  El  hecho es que,  para  desgracia de todos los protagonistas, el pretendiente  quiso acceder a la barbería utilizando  la escalera mecánica, del pasaje Zingg, con tal mala suerte que el  engranaje atrapó violentamente y destruyó la larga pollera que vestía el sujeto,  de paso  arrastrando con toda su  fuerza motriz al propio pretendiente, quien cayó  patas arriba con peluca y todo,  dejando de paso al descubierto el fino satén de la  ropa interior que en ese momento  llevaba puesta.   
El escándalo, como era de esperarse, cundió por toda la ciudad, enfatizando sus nefastas consecuencias  en  tres direcciones, al salpicar  la reputación de  Rosina, confirmar los devaneos del  acaudalado pretendiente y, por último, poner  en entredicho  a Bartolo y junto con él a su salón de barbería.
-Largo al factótum della citá. 
A consecuencia de ese desaguisado, la inefable Rosina, llena de vergüenza,  rompió su nonato compromiso con el acaudalado pretendiente, pero igualmente se negó en forma rotunda a seguir sus relaciones  con Bartolo.
Pero al final,   no todo fue pura pérdida. El impasible Fígaro tomó baza en el asunto, y  al reflexionar acerca de la esquiva fortuna de Bartolo por su  amor frustrado,  aún con  todo  y los cuernos que presuntamente podría haberle pegado   Rosina, tuvo que reconocer, tal vez muy a su pesar, que su alumno  terminó por superarlo.  
Es decir, que percibiría con su fino olfato, que tal acontecimiento  dejaría   firmemente  sembrado en la cultura de la sociedad, la muy bizarra convicción  que,  de allí en adelante,   ya no tendría sentido lo que para él siempre  había sido  un sólido paradigma, o sea,,  esa división tan brutal  entre   barberías y  salones de belleza. A partir de allí,  todos los salones donde la gente, independientemente de su género,  acudiría   para mejorar la apariencia de su cuerpo, todos sin excepción,  de allí en adelante,  serían  salones  unisex. 
Por eso,  cuando a estas alturas  del juego,  la gran comedia humana  que transita   por esas calles, al pasar delante y tropezarse  con uno  de esos salones a partir de allí unánimemente  llamados unisex, de seguro que unos insidiosos duendes parecerían  recordarle a tirios y troyanos,   la saga del inefable Fígaro, quien hasta su  muerte replicaría esta  bizantina tonada.
-Ah, ché del vivere, ché del piaciere, per un Barbieri di qualitá……di qualitá

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