miércoles, 30 de agosto de 2017

LA ROSA Y LA CRUZ DE UNA ESCENA (1)



“Puedo dudar de la realidad de todo, 
pero no de la realidad de mi duda”

Andre  Guide



El viejo Rafael Tovar sirvió la escena  a través de un fatal sortilegio fílmico, para que sus cinco hijos, todos varones,  recibieran de la vida una sonora bofetada.  Cada madrugada, después de  pasarse horas enteras  leyendo las monografías rosacruces   que le llegaban vía correo certificado,  se  trasladaba  con una linterna sorda encendida   hasta el cuarto donde dormían esos muchachos,  para asegurarse que todos ellos  habían llegado a la casa,  que se habían acostado, pero  que además estuvieran  dormidos.  Esa escena de un padre que a lo largo de su vida había sido absolutamente indiferente hacia la  suerte de todos ellos,  un padre que  hizo todo lo posible por amargarles la vida,  esas horas negras jamás  se le olvidarían a Jesús, quien por el resto de su  existencia arrastraría  la pesadilla de  la visión,  en la  alta madrugada, del haz de luz de una linterna encendida  que se  proyectaba  directamente  sobre su rostro, viendo interrumpido su descanso de esa manera tan brusca.   Esa escena creó en  Jesús el pavloviano reflejo de una cruel  dominación sobre su espíritu   sumiso   Más tarde en su vida, como proyeccionista en las salas de cines donde le tocaría   trabajar,  por efecto de ese mismo reflejo condicionado, todo el tiempo estaría comparando   las escenas  que se proyectaban  en la pantalla,  ese haz de luz que cruzaba el éter desde la ventanilla de la sala de proyección hasta la pantalla donde se reflejaban las imágenes,   con la lumbre   de la linterna que durante tantos años le interrumpió su descanso y le frustró los   sueños que alguna vez pudo haber abrigado.
   
Cuando llegó el momento inevitable de la separación familiar, el viejo Rafael se llevó  a vivir con él a  Jesús, a un improvisado local comercial, la  pequeña sala de una  humilde vivienda en el barrio Sarría, muy cerca de la sala de cine de ese barrio,  donde el viejo trabajaría ejerciendo su oficio  de radiotécnico, reparando aparatos de radio y otros electrodomésticos, y en esas largas horas de ociosidad en que el viejo no tenía trabajo, entonces de dedicaba  a su muy arraigado  hábito  de leer las monografías rosacruces, haciendo inauditos  esfuerzos visuales, con  sus  gruesos lentes de carey cabalgando al borde  de su  puntiaguda nariz, acompañando la lectura con movimientos apenas perceptibles de sus  labios, como en un trance.  Mientras tanto,  Jesús,   sin nada que hacer,  dado que le habían prohibido  salir a la calle, pues   durante  ese tiempo tampoco  asistía a la  escuela, lo observaba en silencio, sin atreverse a interrumpirlo. Sin embargo, allá en sus adentros,   el mismo nombre rosacruz, combinación de dos íconos que se le antojaban  misteriosos,  como lo son la tersura de la rosa ligado al  poder de la cruz, a su entender necesariamente estaría  asociado a fenómenos  paranormales absolutamente incomprensibles  para su limitados conocimientos del arte de vivir.
     
Pero un día, haciendo acopio de valor, a sabiendas que el  viejo se disgustaría, se atrevió,   a todo riesgo, a preguntarle:

-Papá, ¿Qué tanto lees, qué es eso de rosacruz?
El viejo,  con visible molestia,  desvió del papel  sus  miopes  ojos y mirando fijamente a su hijo, le dio por toda respuesta, haciendo acopio de una pretenciosa ostentación de  soberbia, esta frase que lo  marcaría por el resto de su vida:
  
-Esto es un gran secreto, son los arcanos, no te lo puedo decir hasta que tu, al igual  que yo,  te ordenes de    Summum Supremum  Sanctorum.

Esta  frase, tan  extraña,  para él incomprensible, tan recargada de latinazos,    le sonaría al pobre muchacho como un latigazo en pleno rostro,  quedando  más anonadado y confuso que nunca,  pero en medio del temor que le inspiraba su padre déspota, cerró  con su  silencio,   uno de los pocos diálogos que  a lo largo de su vida sostendría con el viejo Rafael.
     
Poco tiempo después, sin avisarle a nadie,   el introvertido anciano,  emprendió desde Caracas,  una caminata hacia ninguna parte, sin rumbo fijo,  pero por razones que él  solo conoció,  se encaminó hacia el oriente del país, pero no  recorrió mucho espacio, apenas hasta Guatire, donde  alguien encontró  su cadáver  a la sombra de una ceiba, extrañamente incorrupto, no obstante  que para ese momento  tendría   una data de muerte de  por lo menos una semana, en una circunstancia   en  que ni siquiera las aves carroñeras se atrevieron a acercársele.  Todos los que lo conocieron, pero con más razón Jesús,  asociaron este hecho singular al misterio con que siempre rodeó su afiliación, más bien fanatismo,  hacia la secta rosacruz.  Las autoridades eclesiásticas de Guatire le negaron cualquier oficio  religioso  al difunto, quien  al final fue sepultado en una tumba anónima en el  cementerio del  pueblo.

A partir de allí,  el adolescente Jesús, totalmente desorientado, semi  analfabeta, sin ninguna experiencia en la vida, sin dominar ningún oficio, sin ningún domicilio donde refugiarse,  solo y desamparado,  emprendió su propia aventura de vivir.   Sus pasos se dirigieron entonces  en busca de los amigos que trabajaban en  el cine Sarría, una sala  propiedad del señor  Cardona,  un  empresario español, quien a  pesar que  lo habría visto un par de veces, contrató sus  servicios en calidad de bedel y de la mensajería  para ir a buscar y a cambiar las pesadas  cajas de metal que  contenían  las  rebobinadas cintas cinematográficas.   

Alguna habilidad tendría Jesús para  los trabajos manuales, ayudada sin duda a través  de la observación silenciosa, durante años y años   del trabajo que realizaba su padre,  pues rápidamente aprendió las funciones básicas de proyeccionista de cine.   Entonces, diariamente, una vez que concluía la dura tarea  de dejar limpios los baños de la sala de cine, de hacer los mandados domésticos del señor Cardona, ya de regreso  de  la cotidiana visita a la empresa  distribuidora de las películas,  entonces se  instalaba de mirón en la sala de proyección, observando atentamente los movimientos de  sus  camaradas  proyeccionistas, a quienes auxiliaba diligentemente, siempre con la idea fija de asumir algún día ese trabajo, el cual  comenzó para él a constituirse en una meta de su vida
.  
Sin embargo, la primera vez que Jesús traspasó las puertas de una sala de cine, tendría  18  años. Entró a las cinco de la tarde, pero  prolongó su  permanencia hasta las nueve  de la noche, pero a pesar de las horas transcurridas,  no prestó casi ninguna  atención a la película, es más, nunca recordó  la trama. Lo  que sí  le impresionó  en medio de  la penumbra,  fue el haz de luz que emergía desde la sala de proyección, cruzaba el ámbito de la sala de cine y se proyectaba en el níveo tapiz de la pantalla. No le quitaba la vista de encima a ese revolotear de las partículas de polvo, vistas al trasluz, los fotones  que flotaban por el aire reflejadas en esa lumbre, ese movimiento de oscilación de las partículas de polvo que a él se le antojaban un ballet de miles de mariposas blanquecinas en su vuelo inquieto. No se le ocurría  otra cosa que imaginarse que se trataba  de una  rosa y una cruz que el viejo Rafael dirigía, donde quiera que se encontrara,  desde algún lugar  oculto, en este caso no como antes, con una interna,  sino con un proyector cinematográfico
.    
La visión  de esa luz cruzando el éter,  asociado  a la magia del cinematógrafo, una caja negra  con unos lentes y una rueda giratoria a un costado para rebobinar una y otra vez, las cintas  de celuloide, era algo que le fascinaba, más aún al ver  que las   células fotoeléctricas viajaran impulsadas por  una fuerza motriz  que  trasmitía las imágenes ampliadas a lo largo  de  una distancia de por lo menos 40 metros, magnificando  la imagen grabada y el sonido de las películas. Por instinto,  no exento de malicia, también aprendería las mañas, las buenas y las malas,  para manejar las intríngulis  del oficio, tales como pegar cintas rotas, pero también recortarlas a propósito, siempre en beneficio del dueño del negocio,  en abierta contradicción de los intereses del los espectadores, quienes  solían reaccionar con violentas protestas verbales, que a veces culminaban   con las destrucción parcial de las butacas de la sala de cine.

Más allá de los afanes del oficio de proyeccionista, aún llegado al punto cuando el hábito termina por borrar  la conciencia, y entonces los reflejos pavlovianos  devienen en reacciones automáticas, solo entonces la atención de Jesús  pudo centrarse en la trama de las películas,  casi todas  mexicanas, pero también   esporádicamente argentinas y cubanas,  más raras aún las venezolanas.  Una vez que traspasó ese umbral, entonces y   sólo entonces reparó Jesús  que más allá de  la memoria de su arbitrario  padre,  existían otras  realidades, en este caso fantasiosas realidades que lo hacían abstraerse de sus agudos  problemas cotidianos, la dura lucha por su supervivencia que lo hacía caer con demasiada frecuencia en depresiones.  Su eterna preocupación de qué, cómo y dónde  comer, dónde pasar la noche, la hostilidad de una incipiente delincuencia en el barrio Sarría, mal entretenidos sujetos que lo acosaban  o a veces lo tentaban a delinquir;  las prostitutas del barrio,  que se burlaban de él por no poseer ni un centavo para el trato sexual. 

Al comparar su propia realidad con las fantasiosas realidades de las películas, entraba en las crueles contradicciones al contrastar su suerte con las de   gentes aparentemente felices y satisfechas con la vida, en este caso,  los crueles  terratenientes y hacendados  que dictaban su ley en el mundo de las películas; pero en contraposición a ellos,  los héroes románticos que luchaban por corregir esas injusticias en contra de los pobres, con quienes entonces Jesús establecía una corriente de solidaridad automática, al compararse a sí  mismo con esos desheredados de la fortuna.  A su vez,  sentía envidia y admiración por el éxito de esos actores-cantantes  que seducían a   hermosas mujeres,  en medio de románticas serenatas a la luz de la luna, debido solamente a  ser dueños de  voces  privilegiadas. Esos galanes  encogían el corazón de la mujer objeto,  a través de  canciones con un discurso sibilinamente romántico, teñido con   ese machismo subyacente, que tanto le recordaban la mezquina actitud de su padre. Todo ese complejo tejido de circunstancias que imbricaban ambos mundos, el suyo tan miserable y carente de algún sentido humano,  en contraste con los protagonistas de  las tramas de las películas, fue llevando paulatinamente a Jesús en la  agónica búsqueda de su esquiva redención, a refugiarse cada vez profundamente en el mundo de las películas. 

A todas estas,  ¿Cómo se imaginaría Jesús, en medio de sus delirios,  a México, país donde se fabricaban las películas? ¿Estaría enterado Jesús siquiera  de  la ubicación geográfica de México?  Seguramente que no, pero eso era irrelevante, lo que a  él realmente le interesaba  a como diera lugar, era relacionarse con ese mundo, vivir las tristezas y alegrías de los  protagonistas de las películas, transformarse en un actor,  con su traje de charro y sus pistolas, cantar con los mariachis, relacionarse con esas hermosas mujeres, beber tequila y mexcal en lugar de la cerveza y ron que solía consumir, imitar a Pancho Villa, quien  montaba  a caballo por las  llanuras infinitas  de Sonora y Sinaloa, vivir  como los charros que hacían  de Jalisco su patria y su hogar 
   
Un buen día, vista la dedicación de Jesús a su trabajo y también  por otras razones personales, el señor Cardona le propuso  pasar las noches en calidad de vigilante,  en la sala de cine.  Bendita decisión, pues ya no pasaría las noches al descampando, simplemente extendería  una colchoneta en la sala de proyección y allí se echaría a dormir.  Eso creería el señor  Cardona, pero Jesús aprovecharía esas horas perdidas para comunicarse en forma muy cálida, muy personal, muy intima, con esos actores-cantantes que tanto admiraba y envidiaba, entre otros,  con Pedro Infante, con Jorge Negrete, con Tito Guízar,  con Miguel Aceves Mejías, con Tony Aguilar.

Mientras el barrio Sarría dormía plácidamente,  en el interior de la sala de cine, una vez que el público y los demás empleados se habían marchado, sencillamente  Jesús procedía a rebobinar la cinta de celuloide,  encendía  el proyector,  pasaba  la película,  y en medio de la penumbra cómplice, sostenía  diálogos interminables, como si se tratara  de dos viejos amigos   con el protagonista principal de la película que ese día se  había proyectado en el cine. 

Una de esas tantas veces, después de proyectar la película El Milamores, la especial simpatía que se profesaban mutuamente él y Pedro Infante,  de tanto verse desde adentro y desde afuera de la pantalla, los llevaría a sostener  este   bizarro  palique   que se prolongaría  hasta el amanecer:
  
-Oye, Pedro, ¿luego luego cómo te va? – Inquiría Jesús  con un malicioso mohín.
 -Pos bien, mi cuate. –respondía  Pedro  Infante.  
- ¡Ijole!....¿Al fin te casas  o no te casas con Silvia Pinal?  Mira que esa Silvia está rechula, todo el mundo en la película se dio cuenta que  ustedes están enamorados. –y a  continuación, para reforzar sus palabras,  le  referiría   algunas escenas románticas de la película.

-Eso hay que celebrarlo con un tequila, -respondería  Pedro,  evadiendo la engorrosa  pregunta.

Escenas como esas, situaciones como esas, febriles  diálogos como ese, impulsados al calor de una rosa y una cruz, habrían tenido lugar   noche tras  noche, teniendo a Jesús y  al actor de turno como  protagonistas, hasta que algún transeúnte de ocasión pondría en autos   al señor  Cardona acerca  de extraños movimientos  que todos los días, en horas de la madrugada,  a lo largo de muchos meses, tendrían  lugar en    el interior de  la sala de cine,   por lo cual, un buen día,  lleno de suspicacia, acudió a su negocio, para poner todo al   descubierto. 

¡Precisamente esa noche, en el colmo de su paroxismo, en su frenética  ansiedad de comunicarse con Pedro Infante,  el inefable Jesús se pondría  al descubierto del señor Cardona,  al olvidarse  apagar el llamativo  aviso luminoso de neón que daba a la calle  Real de Sarría, colocado en la pared exterior del local!  
  
(1) Ganador del II concurso “Cuéntame el Cine”, convocado por  el Centro Nacional de Cinematografía, (Puerto La Cruz, diciembre 2009)


Sitio web de la imagen:http://listas.20minutos.es/lista/las-10-mejores-peliculas-de-pedro-infante-70640/

jueves, 24 de agosto de 2017

EL DESENTERRADOR DE LA COMARCA


A lo largo de los años, siempre había tenido bien presente lo inevitable de la muerte, pero no por ello   la esperaba con los brazos cruzados, más bien le hacía seguimiento con mucha aprehensión al tan cacareado concepto bíblico del fin de los días.  Pero,  bien lejos mi espíritu del apocalipsis, me marcó para siempre  una frase, más bien un mapa mental, que alguna vez le escuché a un  compañerito de clases, en el tiempo cuando ambos cursábamos el segundo  grado. El  párvulo de entonces  afirmaba,   de acuerdo con la lógica contundente de todo niño, que el último ser humano en morirse y desaparecer sobre la faz de la tierra, tendría que  ser, necesariamente, alguno de esos obreros que se ocupan de enterrar a los demás, es decir un sepulturero, más exactamente, un enterrador. 
Verdad de Perogrullo, dije más tarde,  pero hasta ahora no se  me había ocurrido imaginarme quién,  a su vez, sería el enterrador de ese  último  ser humano que agotaría  la lista de los vivos, pero por razones obvias,  de antemano me autoexcluí, y a continuación,  todo se resumiría a una lógica por demás elemental, es decir, al quedar sobre la faz de la tierra solamente dos seres humanos con vida, ¿quién enterraría a quién?  
Más aún, en el supuesto, ya negado,  de que yo alguna vez, sería  uno de ellos, quedaba automáticamente enterrada  la idea  de que  yo sería  enterrador de nada ni de nadie,  mucho menos aún ser  un desenterrador.   

Poco importaba que los años siguieran su curso inexorable, pero a estas alturas de mi vida, con tantas ruedas a cuestas,  ya es absolutamente pertinente pensar en mi propia muerte, y asociado con ese evento, tal vez por frivolidad, pensar en el epitafio que coronaría  mi sepultura.  No es que considerara indispensable tenerlo, pero de acuerdo con  esa misma frivolidad post mortem,  por nada del mundo quería que mi sepulcro se identificara con frases insulsas, sino con un verdadero epitafio, que me definiera tal como soy, , que de verdad constituyera  una síntesis de mi vida.  Sabía que más temprano que tarde, tendría que abordar la tarea  de escribirlo, aunque  por otra parte, me aterrorizaba la idea de morir en el intento. 

También  con la promesa ya autoproclamada de que yo no sería  jamás un desenterrador de nada ni de nadie,  ni ser uno más del montón en ese bosque de tumbas, me entregué en cuerpo y alma, con la voluntad de un cruzado,  a buscar información, pero sobre  todo inspiración, hasta verle el hueso, no a los difuntos, sino a algo más higiénico, es decir, dejar por escrito mi legado, pero, eso sí,  no a través de pensamientos simplones o de frases sueltas, cualesquiera de las dos que resultare más pintoresca.  Ergo, mentalizarme que no es solo cuestión de necrología, aunque en el mero fondo se trate  de arqueología referida a  entierros o a desentierros,  a cual más bizarro. 

Consciente de que con esa búsqueda quebrantaría la generalmente aceptada y atávica creencia  de la paz de los cementerios, acto seguido, midiendo en toda su dimensión la inconmensurable  magnitud   de lo que tenía por delante,  aplicando la fría lógica de  los jurungamuertos  que ejercen su oficio en forma eficiente,  me dediqué, febrilmente,  a recorrer los lugares donde estos sujetos  trabajan y actúan, es decir, a  recorrer camposantos.  

A tales efectos, tenía por delante dos opciones: el tradicional  vetusto y destartalado  Cementerio General  del Sur o el más moderno y funcional Cementerio del Este en la Guairita. Dos mundos diferentes que se confrontan en estilo, pero que convergen en el dolor y el desamparo de la muerte. 

Muy pronto, al comenzar  la búsqueda en el  primero de ellos, se me arrugó el espíritu, y desistí de continuar,  al no más pensar en los obstáculos a vencer,  no sólo  por lo abrupto del terrero donde está enclavado, la conformación irregular de las tumbas, la inseguridad reinante en el lugar, la presencia de lúgubres panteones, y por si todo ello fuera poco, mi propio miedo escénico, al sentir cómo  miles de ojos escrutadores, entre  curiosos y escépticos, observarían a una figura solitaria, portando  un mapa o plano, un  lápiz y una  libreta en la mano, tomaba  nota de las  inscripciones  en cada una de  los sepulcros.  
De paso, jamás me imaginé que alguna vez me tropezaría con un horizonte de tantas cruces y con tantas imágenes,  grandes, diminutas, gigantes, de todos los colores, fabricadas con cuanto material es utilizable a tales fines, es decir,  cemento: yeso, bronce, mármol, hierro,  madera,  aluminio,  piedra tallada.  En resumen, un mundo plural, donde el mínimo común denominador es el difunto, y el  máximo común múltiplo  es su  clase social, pudiente o pobre.  Así mismo, juro por todo ese montón de cruces,  que hasta entonces no me había percatado del contraste entre  la vida que irradian e  insuflan las flores, en  compensación con  la tristeza y el desamparo de los dolientes.   Por todas estas razones, por  increíble que parezca, sería la primera vez en mi vida  que acudió a mi mente  la elemental asociación subliminal de la muerte con todos estos símbolos. Y en última instancia, todas esas reflexiones me terminaron de convencer que, a todo evento,  debería seguir adelante en mi loco empeño.

Otro obstáculo a vencer, es la sensación que afirman los textos religiosos en relación a lo que sienten a toda hora  los difuntos, cual es el de encontrarme íngrimo y solo,  pero aún  mucho más,  en una noche de difuntos, y con ella, la figura del Tenorio en medio de la oscurana, o los sustos que pasaría, según el propio Bram Stocker,   hasta el mismo  Conde Drácula, con todo y su corte de vampiros.   Repudiaba toda la literatura de Boris Karloff y las películas de Hithcock.  Muy lejos de mi mente, en esa circunstancia,  la idea de los zombies, seres exiliados  que regresan a la tierra a buscar no sé qué cosa supuestamente perdida, que de paso, es distinto al de las ánimas, pobres  almas errabundas en busca de redención, bien entendido que  ellas no acostumbran asomarse por  los camposantos, pues para eso cuentan con una legión de beatos y beatas que claman por su inserción en la corte celestial, o más modestamente en el purgatorio, según haya sido su conducta durante  su tránsito vital.   

En cambio, mi mayor temor lo constituían los seres vivos, sobre todo  los curiosos, al no más  pensar  que   me confundieran  con algún profanador de tumbas, de esos que suelen realizar actos satánicos, o con algún brujo de ocasión, o con un buceador macabro de objetos de valor, o algún reciclador de coronas dejados al abandono por los dolientes, o un saqueador de piezas de mármol, y demás faltas a las buenas costumbres mortuorias.   Al no ser,  ni por asomo,  un convidado de piedra, llegué hasta a temer por mi propia seguridad personal, acosado, con razón o sin ella,  por los transeúntes,  por los  muertos y por lo que no son ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.   

Desistí,  pues, de continuar mi tránsito por ese tan deteriorado y peligroso  camposanto y entonces concentré mi búsqueda a través del  lujoso Cementerio del Este. Previamente, me proveyeron de un mapa o plano del cementerio, donde iría señalando las tumbas visitadas, y por descarte, las que tendría que ir observando a lo largo de mi búsqueda. 
Una vez que comencé mi peregrinaje, en contraste con el cementerio del Sur,  allí  observé atentamente las sepulturas, adornadas con esas  placas de dimensión 0,5 de ancho por 0,65 de alto, tan elegantemente identificadas mediante áureas inscripciones, alineadas tan cuidadosa y simétricamente en veredas regulares, todos ellas descansando  sobre un hermoso  suelo plano cubierto de césped y situadas en espacios  abiertos y celosamente  vigilados. Me impresionó el orden en que estaban dispuestas,  tan uniformemente organizadas, borrando cualesquiera diferencias sociales, en razón de que ninguna sobresale de la otra, pues no existen, entre otras cosas,  esos macabros y sombríos panteones. 

Caminante incansable por un  camposanto con tales características, reflexioné si la muerte habría realizado el milagro de impartir  justicia social en esta vida, ignoro si  en la otra, al hacer  tabla  rasa en todos los órdenes humanos y divinos,  dado que allí,  precisamente,  se igualan  todos los que yacen  debajo de la tierra, dejando bien claro que eso solamente sucede después del acto de inhumación, que,  dicho sea de paso,  nunca me detuve a curiosear, al darme cuenta que  en el acto mismo del sepelio afloran las diferencias sociales. Muy simple, los que realizan  los pudientes, pasan por un largo protocolo, generalmente presididos  por algún arzobispo, u obispo, o   al menos un  párroco, en contraste con los de los pobres, realizados  con demasiada premura, y en cuanto al personaje religioso que preside la ceremonia,  generalmente se trata de un modesto, cura sin mucho aspaviento.  

Esos actos de sepelio, que  apenas miraba de soslayo, revelan,  según el caso, un derroche de lujo o  un modesto testimonio,  empezando por el ataúd, costoso o barato, la marca o aspecto de  los carros fúnebres, pero sobre todo el look de los concurrentes, bien sea un verdadero desfile de modas o de arcana sencillez, según la chequera de los dolientes y sus respectivos invitados.      

Esta experiencia me fue convenciendo gradualmente  que la muerte nos iguala a todos,  que lo primero que observé, para mi desconcierto,  es que,  en  ambos cementerios, casi sin excepción,  en todos esos  sepulcros, más allá de las diferencias sociales, más bien con escasas excepciones,  más bien se observa una proliferación o derroche de  frases simplonas, frases   prefabricadas que expresan lugares comunes.  Se trata, en suma, de casi un ritual, donde aparece en forma destacada el nombre del difunto, una estrella para señalar la fecha de nacimiento, una cruz para la fecha de defunción  y a continuación,  todo lo demás plagado de  frases cursis,  tales como “Descanse en Paz”, QEPD, RIP, “Recuerdo de…….”.  Reiteraciones acompañadas de frases macarrónicas, tales como Flores a Papá, Vivirás por siempre entre nosotros, Te recordaremos por siempre, siempre juntos hasta en la muerte, etc.  etc. Pragmatismo impresionante referido a  este mundo, pero nada  del otro mundo. 

Cavilaba  haciéndome preguntas sin respuestas,   imaginando lo que  pensarían esos difuntos, cómo  se sentirían, o satisfechos,  o por el contrario,  disminuidos en su auto estima, al ver cómo su ciclo vital se había cerrado  en medio de  tanta  pobreza conceptual. Reflexioné si todo ese protocolo no sería  más que miserables tributos a la memoria de quienes se supone debieron llenar espacios significativos en la vida de sus deudos. 
Una posible explicación, de ninguna manera una  justificación, sería que la dimensión de las placas  que identifican los sepulcros, son de tan pírrica dimensión, que no habría  cabida para nada más, muy al contrario de los panteones, en cuyas paredes y altares,  podría caber hasta un enjundioso discurso de circunstancia funeral. 
En lo que a mí concierne, a estas alturas, casi había caído í en estado de shock,  algo muy parecido  a   un prematuro desencanto, casi un colapso en mi  fe de seguir en mi búsqueda, al no encontrar algo impactante, algún indicio que trascendiera la superficial formalidad de un homenaje memorioso por parte de los sobrevivientes. 

De allí  salí definitivamente convencido  que el  epitafio debe ser elaborado en vida por el propio interesado, sin duda,  algo que no se debe delegar en nadie.  Pero al mismo tiempo consideré  que,  si no llegaba  a cumplir  con mi meta de escribir mi propio epitafio, para  medio consolar mi frustración, en forma salomónica al menos, me conformaría con haber enriquecido mi vida al adquirir tal cantidad de experiencias y conocimientos.

Al hacer un alto en mi camino y evaluar el escaso valor agregado de mi esfuerzo, en ese mismo momento comprendí que si quería cumplir mi  cometido, la búsqueda tendría que ser  mucho más larga y complicada de lo que estimé al principio.  De ser posible, en otros camposantos. Así que me armé de infinita paciencia  y a continuación dibujé en mi mente, ya sin mucha convicción, un pintoresco plan, muy personal, consistente en llevar a cabo rutinarias rondas los días de mayor concurrencia de los deudos a los cementerios, es decir, sábados,  domingos,  días feriados, día de las madres o del padre, sobre todo la emblemática fecha del 2 de noviembre, según el santoral, una fecha establecida para conmemorar a los fieles (también los infieles) difuntos. 

Una tarde cualquiera, exhausto, cuando, según el mapa del camposanto, ya  casi había agotado la búsqueda por todos sus rincones, observé la silueta  de una mujer madura, sentada en posición de loto justo al lado de lo que debía suponerse es  la sepultura de su deudo, a la sazón   absorta en profundas meditaciones, quien no advirtió mi presencia sino un rato más tarde,  cuando  ya yo había tomado nota de lo que  a todos luces era un epitafio, estructurado según  la siguiente copla o cuarteta:    

Aquí yace un andarín
De camino, horizonte, quijote
Incansable de marchas, de trotes
Caminante afanoso sin fin.

Quedé petrificado.  Tantas palabras en tan  mezquino espacio de la placa,  necesariamente escrito en muy diminutas letras,  por lo cual tuve que acercarme demasiado para leerlo y copiarlo. Pero más allá de ese detalle, el breve discurso de esos cuatro versos prefiguraba lo que sin duda, habría sido la razón de ser de  alguien con un  perfil  siete leguas, un raudo caminante de largo aliento, un romántico  que había quebrado  lanzas, probablemente con mucha persistencia,    por alguna causa justa.

No sé si la dama repararía en lo mucho que tuve que aproximarme a la tumba,  tampoco en    la transfiguración que se operó en mi rostro, solo sé que con apenas un hilo de voz expresé mi turbación en ese  momento.   Por supuesto que estaría muy tenso esperando cualquier reacción de su parte, sobre todo si se consideraba importunada por mi presencia, dada la  forma tal vez desconsiderada de mi parte, al haberla sacado así tan de repente de su abstracción.

Fue así cómo quedé pálido y enmudecido  por unos interminables segundos, hasta que  la dama, con envidiable aplomo, me manifestó lo siguiente: 

-Es mi marido, fue su última voluntad, dejó escritas estas palabras antes de emprender un camino desconocido para todos nosotros, con el expreso mandato de que esos versos se transcribieran  en la placa de su tumba.  

Silencio profundo por unos instantes, expresando a continuación_

-Un buen día desapareció y por lo que dejó escrito en su diario, se proponía recorrer a pie, partiendo desde Caracas, la senda del Libertador en la Campaña Admirable.  Pero, por lo que sabemos,  solamente pudo llegar hasta  un paraje solitario muy cerca del monumento  del Pico El Águila en el Estado Mérida, donde  fue encontrado su cadáver.

Una pausa y continuó su relato

-Un transeúnte halló  su cadáver, totalmente  incorrupto, no obstante su data de muerte, acaecida varios días antes. No portaba identificación y por lo tanto, las autoridades lo  sepultaron  en una  tumba anónima, hasta que nos enteramos, acudimos a  exhumarlo y  luego  decidimos cremarlo. Aquí reposan sus cenizas.  

La dama siguió su relato: 

-Fue todo un acontecimiento encontrarlo en tales condiciones.  Si algún  olor sintió  la comunidad donde fue enterrado  fue de santidad. Ese supuesto milagro  se publicó por la prensa local y regional.  

Visiblemente emocionada, la dama me manifestó a continuación: 
  
-No obstante que fue masón y no creyente, habiendo sido más bien un librepensador, es que tal vez presumo que sería Dios mismo que premiaría su bondad y su desprendimiento por la humanidad, pues a toda prueba, fue un hombre que practicaba el bien sin pedir nada a cambio.  

Finalmente: 

-Esa caminata no  fue la única vez que emprendió en su vida, con  frecuencia desaparecía por mucho tiempo, tal vez recorriendo largas distancias, a pie, siempre en solitario.  Lo hizo  muchas veces, pero jamás  dio explicaciones a nadie.    

Luego de  escuchar estas últimas palabras, percibí  el lenguaje corporal que asumió la  dama, y a continuación comprendí que la conversación había finalizado.  En realidad, tampoco  yo estaba interesado en más detalles.  

Con este monólogo, después de leer y releer el epitafio, corroboré lo acertado que había estado  al imaginarme el inmenso legado  de ese  sujeto.  Sin haber escuchado más que esas pocas palabras, mi  imaginación volaba y las imágenes aparecían en caravana,  pero para mí  resultó claro que,  ni entonces, ni ahora, y me atrevo  a suponer que más nunca,  conoceré de otro caso similar, y que, no obstante la brevedad de esa reflexión, alguien  hubiera  definido de manera  tan fiel,  la biografía de un personaje.   

Mi búsqueda en los camposantos duró aproximadamente 10  meses y  del encuentro con la dama ya han  transcurrido 2 años, Todavía estoy impactado, tanto como en el propio  día,  de todo lo que escuché.  Desde entonces, tratando de describir mi propio epitafio, he escrito infinita cantidad de  cuartillas,  todas las cuales  han ido a dar al cesto de desperdicios, tal es mi insatisfacción por alcanzar lo que consideraría  la perfección. Tanto así, que a estas alturas, me asalta la duda de  si vale la pena insistir  en hacerlo.  

Lo único que me ha quedado claro de toda esta saga, es que algunos trazos de la vida de ese sujeto, anónimo para mi,  se cruzan con muchas de mis ejecutorias. Pero más allá de esos pensamientos, lo más claro que tengo de certeza, es que hasta   ese momento dudaba en ordenar que se cremara mi cadáver, de lo cual ignoro si sería  o no, parte de la última voluntad de ese difunto, para que al final,  todo  terminara cuando alguien,  simplemente, desenterró  su cadáver.  Este preciso detalle lo conocería  solamente  el difunto, y los difuntos  suelen delegar sus voluntades en  sus sobrevivientes.  Pero, justo ahora, me asalta la duda existencial de si lograré escribir mi epitafio, o si  por el contrario, moriré en el intento.  

Finalmente, concluyo que,   en ese gigantesco esfuerzo de arqueología funeraria,  desenterré muchas cosas, pero visto y considerado que nunca he tenido  en mente mi propio desentierro, en estos tiempos estoy considerando seriamente más bien encaminar mis pasos hacia una muerte anónima, como anónima tendría que ser  mi sepultura,  sin cruces, ni imágenes, ni fecha de nacimiento y defunción, sin frases cursis, pero, aunque parezca increíble,  tampoco sin  algún epitafio.      


Gilberto Parra Zapata


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