jueves, 3 de diciembre de 2015

ESPANTO Y BRINCO



Por: Gilberto Parra Zapata
De su libro: Bajo la Falda del Ávila

-Buenos días, señor cura, dígame cómo está usted, siempre estudiando, siempre leyendo, Virgen de Atocha por caridad 

Era  Emilia, quien ejecutaba  una sencilla danza al compás de sus pies, tomando el borde de su falda con ambas manos, subiéndola ligeramente por encima de sus rodillas.  Era una  rítmica tonada como parte de una fantasía musical que debía presentarse en unos pocos días, y que esa tarde ella ensayaba con seriedad y dedicación, pues formaba parte de un  nutrido  espectáculo musical a presentarse con el objetivo de atraer público y despertar el interés de los vecinos  del sector hacia la Junta Pro Mejoras  del barrio El cortijo de Sarría, cuya sede estaba situada en la casa de don Salvador Vargas, calle El Lazareto Nº 20.  Don Salvador  concebía este proceso  como una manera de llamar la atención de las autoridades civiles para que  atendieran las necesidades de esa olvidada comunidad, carente de los más  elementales servicios públicos, asfaltado, agua potable,  tratamiento de aguas servidas, alumbrado, escuelas, dispensarios médicos. 

Don Salvador era un ciudadano honorable, muy respetado  por los habitantes del barrio, quien desde el primer momento  prestó su casa de habitación para que los jóvenes con algún talento artístico realizaran presentaciones  culturales, canto, música, danzas, teatro, poesía, basados en la confianza y el respeto que su persona despertaba entre todos los habitantes de ese sector.     

El hecho es que muchos  años antes de comenzar a poblarse el barrio El Cortijo de Sarría, en esos terrenos existió un cementerio, y en las cercanías,  también existió un hospital, mejor dicho, un pudridero humano de los enfermos de lepra, de lázaro, de allí su nombre El Lazareto.  De lo que fue ese dispensario, u hospital o pudridero humano, quedaba como único testimonio  un inmenso y sólido muro de cal y canto,  de donde se colige que debió ser algo así como una fortaleza militar, no para resistir un ataque externo, sino todo lo contrario, para asegurarse que  de allí no saldrían  los pacientes a contagiar a la gente de la maldita peste bíblica.  Se cuenta también, que allí  trabajaban unas abnegadas monjitas que piadosamente ayudaban a bien morir con mucha resignación cristiana,  a los enfermos, quienes al fallecer, eran llevados envueltos herméticamente en unas sábanas blancas, para ser  sepultados presurosamente en unas rústicas  tumbas anónimas.  
Se dice también que  ese era el camposanto de tantas víctimas procedentes   de diversos sectores de la Caracas de entonces, en especial aquellas que  sucumbían en las frecuentes epidemias de esos años, tales como el cólera, la  peste bubónica o  la gripe española. Por tanto, no se trataba de  difuntos cualquiera, sino de agentes contaminantes, Sin embargo, por la razón que fuere, en algún momento  se clausuró el lazareto y se descontinuó la práctica   de continuar sepultando  cadáveres en ese cementerio,  y a partir de allí, un largo y espeso manto de olvido se tendió sobre ese lugar,  pero tal vez por vagas referencias bíblicas, se crearía   para siempre   un halo misterioso, donde la superstición    exacerbaba  la imaginación popular, dando lugar a leyendas, relatos  y consejas de espantos, macabros y aterradores,  que helaba la sangre de quienes escuchaban esos testimonios, y   que como  consecuencia de ello, lo  heredarían  sus primeros habitantes. 
La estructura del  lazareto se fue desmoronando  a lo largo de tantos   años de abandono, pero quedó en pie un sólido muro, tal vez el frente o  su fachada lateral, que al crearse el barrio,  facilitó el urbanismo, pues marcó un perfecto corte de esquina, al final de  lo que con el decurso del tiempo se denominó,  en su memoria,  la Calle El Lazareto

Una vez que  esa comunidad  fue tomando forma,  quedaría  constituida, de hecho, la Junta pro Mejoras del barrio El Cortijo de Sarría, donde el poder de convocatoria de don Salvador atrajo a un numeroso grupo de habitantes del sector, no sólo artistas, también curiosos que cotidianamente se daban cita es su acogedora vivienda, generándose una dinámica social que,  de acuerdo con su criterio, ayudaría a apuntalar   al objetivo de mejorar la calidad de vida de sus habitantes.  Como era de esperarse, allí  también se  daba cita el chisme y la maledicencia, también los contadores de cuentos, toda una dialéctica  que marcaría para siempre la existencia del barrio, quizás también trascendiendo  a otros sectores de Caracas. 

 Don Salvador había tomado muy en serio su rol de patrocinador de esos  espectáculos artísticos, por lo cual su  casa  estaba siempre abierta en horas de la tarde, hubiera o no ensayos.  La gente entraba libremente de una vez al corral de esa vivienda,  dotada de  un piso cementado  donde  se acomodaban  como  espectadores frente a una especie de escenario.  Cuando correspondía, los  ensayos comenzaban a eso de las 6:00  PM y terminaban a la hora que la dinámica social así lo determinara, muchas veces en horas de la madrugada, si se trataba de días sábados o domingos.  
Tomando en cuenta  que el incipiente barrio carecía de alumbrado público, en medio de una gran profusión  de  terreno enmontados, es decir,  un paisaje agreste, casi rural,  las noches se sumían en una  oscurana casi total, ayudando   a que la  imaginación de la gente derivara hacia la superstición.  En  este caso,   las tertulias en casa de don Salvador, muchas veces se dirigían hacia relatos de difuntos, de fantasmas, de espantos.  Con mucha frecuencia salía a relucir toda la variedad caraqueña de espantos, aquellas que tomaban forma de humanos, como la sayona, la llorona, el descabezado, igualmente, todos los que tomaban forma de animales, como la mula maniá, o forma de objetos como el carretón, igualmente todos los que formaban parte de la liturgia cristiana como el Diablo o Satanás o Mandinga, también  algunos personajes muy puntuales, como el ánima de una monjita muy piadosa  que durante muchos  años trabajó en el lazareto, para ayudar a bien morir a los pacientes de esa enfermedad, de igual manera cuestiones más simples, como los suspiros que exhalaba la muchacha que se había muerto virgen con su traje de novia puesto,  al perder a su prometido,  con quien tenía previsto casarse.  Salían a relucir también las leyendas negras acerca de los gatos, de las lechuzas, de los vampiros, de las aves canoras nocturnas,  como la pavita.

Lo peor para algunas almas simplonas y  asustadizas, no era tanto  escuchar contritas  esos relatos en medio de  la tibia quietud de una casa hospitalaria, suficientemente iluminada y en compañía de otras personas, el gran problema a vencer era el miedo que unánimemente experimentaban  todos los que después tenían   que marcharse a sus casas en medio de una soledad de grillos y de cocuyos, conscientes que,  bajo sus pies, enterrados a pocos centímetros de profundidad,  probablemente se encontraban  los huesos o el polvo de los huesos de difuntos yacentes en la eterna soledad y desamparo  de quienes habían pagado tributo a la muerte en medio de crueles sufrimientos.  Se corría con visos de certeza, que al descomponerse esos cuerpos, las almas irredentas reclamaban su espacio de justicia divina, a través de fogonazos lumínicos que emergían de la tierra, en medio de la noche, por medio  de los llamados fuegos fatuos.  

 El miedo supersticioso que ellos mismos habían contribuido a exacerbar como agentes activos o pasivos de esos macabros relatos, los unía a la hora de caminar  en la actitud solidaria de hacerse mutua compañía para  compartir  ese miedo, incluyendo, a aquellos  que presumían de ser muy  machos, al  igual que  las mujeringas,  quienes  temblaban y gritaban al sentir que el mogote se movía por el paso   de algún animal silvestre o de algún noctámbulo de circunstancia.

La fauna de espantos y aparecidos que cotidianamente  se debatía en las interminables tertulias en casa de don Salvador, abundaban en detalles acerca de las características morfológicas y filosóficas propias de cada espanto o duende o aparecido que conformaba el abundante catálogo  de la superstición popular.  Acaloradas discusiones acerca de si la sayona y la llorona eran el mismo personaje que se mimetizaba según las circunstancias. La patética llorona, era el espectro o alma de una mujer que había perdido a su hijo, pero que en su peregrinación esperaba  encontrarlo.     Muchos afirmaban haber escuchado el llanto de esa madre impenitente que entre sollozos  lastimeros conmovía el silencio de las madrugadas:
-Por aquí lo perdí, por aquí lo he de encontrar

Según otros, la sayona sería la feminista  que aspiraría  vengar la afrenta  de alguien  que en vida la engañaría, asumiendo la actitud de una vampiresa para atraer machos en busca de aventuras, a quien intentaría disuadir de su propósito con un tremendo susto.
La Mula Maniá sería  una bestia de tiro de sólo tres patas, que corría   espantada por todos los caminos, tal vez  para evitar ser esclavizada nuevamente por algún  jinete del apocalipsis, pero en este caso, no obstante carecer de  un cuarto trasero, para nada  le impedía correr a velocidad de los pura sangres del hipódromo.
El carretón sería la contraparte  de esa mula de 3 patas que huye sin parar, pero que en actitud sumisa espera encontrarse con esa bestia de tiro, para formar juntos el convencional juego de  ser  ambos  esclavos, la mula  que arrastra y  el carretón  que obedece a esa fuerza motriz. 
El Diablo, Satanás o Mandinga, con todo y sus cachos, deidad del mal,   su rabo en forma de flecha  y su eterno hedor a azufre, tentando a los humanos al pecado, de paso, sin la autoridad moral que lo capacite para   alguna actitud de arrepentirse de sus pecados.  
Poe último, sumidas en el desamparo,  las  pobres ánimas en pena, verdaderas  indigentes del cosmos, pidiendo que alguien se apiade de ellas, buscando indulgencias a través de rezos  oficiadas por curas de misa y olla, para algún día  definir su estatus de ser en forma definitiva, condenadas  o perdonadas. 


---O---

El acto cultural bien completo y balanceado para el que Emilia se preparaba febrilmente, estaba  previsto para una fecha muy próxima.  Además de la actuación de Emilia, estaba programada, entre otras,  la actuación de dos cantantes, así como un  guitarrista  y una banda de percusión,  una  declamadora y una pareja de cómicos excéntricos, estos últimos  autodenominados   Apapucio y Cucufate, quienes ya tenían algún tiempo actuando en  salas de cines de barrio de Caracas. 
Don Salvador cuidaba celosamente  y era muy severo en sus juicios acerca de  la modalidad y la  calidad de los espectáculos que él patrocinaba, fijando de manera minuciosa y unilateral las condiciones en que se harían esas presentaciones,  entre ellos  los días y horas  de los ensayos
Al fin  había llegado llegó ese  día viernes  tan esperado  del ensayo final del espectáculo que tanta expectativa creara entre la comunidad de Sarría y otros sectores de Carracas.  
El primero en montarse en el  escenario fue Chicho, quien se encontraba aún molesto por un chiste inocente que había sido objeto por parte de Carmen, su novia, quien al verlo sorbiendo una chicha, simplemente había exclamado
-Yo vi a Chicho tomándose una chicha 
No había acompañamiento musical, pues el guitarrista se había retrasado, pero el muy puntual don Salvador lo urgió a que interpretara su número, aún no aprendido de memoria,  por lo cual tuvo que leerlo  directamente  de un  cancionero que patrocinaba el fabricante de Sal de Uvas Picot. 
Así cantó Chicho:
                                        En un bosque de la China
                                        una china se perdió
                                        y  como yo era un perdido
                                        nos encontramos los dos.  
    
Como el cancionero intercalaba expresiones tales como “bis”, “coro”, etc. de una manera muy  natural, el inefable Chicho continuó su canción

                                         Y yo a que sí
                                         y  ella a que no (bis)

Todos los presentes estallaron en risa, menos el circunspecto don Salvador, quien de inmediato le ordenó sentarse y conminarlo a que se aprendiera de memoria su número.
Ahora le tocaba el turno a Estílita, quien acompañado de un  guitarrista, interpretó una cursi canción infantil.
                                           A a  a  mi gatita mala está
                                           no sé si se  me salvará
                                           o se me morirá
                                           a a a mi gatita mala está.
Luego con la e
                                             e e e a mi gusta el café
                                            no sé si lo tomaré
                                             o si yo lo dejaré
                                             e e e a mi gusta el café

Después siguió con  la i, luego con la o, y al llegar a la u, así cantó

                                             u u u guayabitas del Perú
                                             que me trajo mi abuelita……

Sin pena ni gloria, ante la actitud de don Salvador, quien al mirarla  de reojo, le expresó su inconformidad a la frustrada cantante.  

Para cuando le tocó el turno a Emilia,  ya el guitarrista y la banda de percusión estaban preparados para actuar.  Emilia se presentó vestida con  una falda tal vez un poco más corta de lo debido y comenzó a zapatear y dar giros a la izquierda y derecha, al compás de los tambores y la batería de los músicos, mientras el guitarrista  tocaba en esos momentos cuando la danza se hacía más lenta y la percusión silenciaba.  Al terminar, los espectadores aplaudieron la actuación y un satisfecho don Salvador felicitó a Emilia, con la mirada de reojo concentrada en sus piernas, descubiertas un poco más arriba de sus rodillas.    
    
Después le tocó el turno a la declamadora Flor. Confundido en el   público  que presenciaba el espectáculo, un vecino de ella, llamado Rafael, su eterno enamorado platónico,  se la devoraba con la vista. Flor escogió recitar el poema  Píntame Angelitos Negros de Andrés Eloy Blanco.  La escena debía estar constituida por tres participantes,  la declamadora Flor, un  guitarrista para interpretar música de fondo, y el tercer  personaje, el compadre de la negra Juana,  quien  debía ser un caballero que saliera  espontáneo de  entre el  público presente, a quien le tocaría iniciar    el poema con esta introducción:

                                                     Ah mundo, la negra Juana
                                                     la mano que le pasó
                                                     se le murió su negrito, sí señor

Más adelante,  debía volver a intervenir para advertir a Juana,  el imposible de encontrar ángeles negritos en el cielo.
                                                   Desengáñese,  comadre
                                                   que no hay angelitos negros.

Todo el mundo dirigió su mirada a Rafael, como invitándolo a que se convirtiera en ese espontáneo.  El personaje  se negó, mejor dicho, no se dio por  aludido, no movió ni un músculo, clavado como estaba en su silla, turbado ante la presencia de Flor, incapaz de dar  ese paso,   que le habría permitido estar cerca de Flor, sentir de cerca su aura, pero, temeroso de quedar en ridículo ante los presentes, matando de paso su remotísima esperanza de llamar la atención de Flor, dejaría atascada en su garganta esos versos,  posponiendo quizás para siempre la oportunidad de hacerle  patente  su amor secreto.
Surgieron más de cinco espontáneos, pero Flor escogió a un morenito, pues atendiendo a su lógica elemental, el compadre de la negra Juana debía ser un moreno barloventeño.
Comenzó Flor su declamación:

                                            Ay compadrito del alma,
                                            tan sano que estaba el negro

Flor exageraba los  movimientos de sus manos y de sus  brazos, sobre todo en la parte que decía, “yo no le cataba el hueso”, entonces se oprimía las clavículas y los antebrazos.  En la parte que decía “lo medía con mi cuerpo”, tomaba un imaginario niño entre  sus brazos, lo oprimía contra su pecho, rematando “se me iba poniendo flaco /como yo me iba poniendo”, apretándose entonces la cintura con ambas manos. 

Al terminar su actuación, don Salvador la llamó para  sugerirle  un mejor uso del metalenguaje de  manos, brazos y otras partes de su cuerpo.  Cuando a sugerencia de don Salvador, Flor repitió su actuación, entonces se fue al otro extremo, casi inmóvil, como  una estatua, moviendo sólo sus finos labios con un gracioso  mohín, por lo cual el paciente don Salvador volvió a corregirla.     

En el turno de Apapucio y Cucufate, estos representaron varios guiones propios  de voudeville,   muy bien ensayados y ejecutados, demostrando su veteranía de varios años en el oficio. Todos se rieron y disfrutaron mucho el espectáculo de los excéntricos actores, sobre todo aquel pasaje donde Cucufate al referirse con despecho a su ex novia, exclamó
-Lo que quedó de ella es el chasis y los dos farolitos.
A lo cual  agregó Apapucio: 
-¡Y el huequito de la hediondez¡
Así se cerró la parte artística de esa noche, luego se sirvió café, un  refrigerio y bebidas como ponche y tizana, nada de licores, pese a la sugerencia de algunos.     

La escena quedó servida para que los grupos informales comentaran las incidencias de las actuaciones artísticas,   hasta que inevitablemente entraron en acción los cuentacuentos, con el charlatán  Marcos a la cabeza, como siempre inclinado a relatar cuentos de aparecidos, espantos y fantasmas, donde, con una admirable habilidad histriónica, se ponía siempre en primera persona de los acontecimientos, que invariablemente sucedieron, según él, en el ámbito  del barrio Sarría.  

El mismo cuento de siempre es que una madrugada en que se dirigía a su casa, al caminar entre las esquinas de San Pascual y el Carmen, comenzó a sentir a sus espaldas, el ruido inconfundible de una carreta, toda desvencijada, sin bestia de tiro,  que en su acelerada marcha se le  iba acercando cada vez más,   por lo cual echó a correr tan rápido como pudo, pero cuando  ya casi a punto de alcanzarlo, se metió por la puerta de  la primera casa que encontró abierta, en este caso de la familia Narváez, y justo en ese instante la carreta  pasó casi rozándolo, casi atropellándolo, y en su alocada carrera se perdió en medio de la penumbra  reinante.  

Cucufate, que hacía rato escuchaba el relato, hizo esta elemental observación:
-Será que el carretón anda suelto porque la mula maniá  se le escapó
La mula maniá era una animal de 3 patas, sin embargo su galope era tan veloz  como los que tenían completas sus 4 miembros.   Ante el absurdo de animales mutilados que corren veloces y carretones que andan corriendo por su cuenta,   algunos de los presentes reflexionarían  acerca de la cuadratura del círculo o del cuento de la quinta pata del gato. 
Pero allí no paró el relato de Marcos, con la voz más engolada y sus gestos más pronunciados, siguió contando que cuando aún no había pasado el susto del carretón, se asomó en la ventana de la casa donde había penetrado para salvarse de ser atropellado, para entonces divisar a través de los barrotes de la ventana, una larga e hirsuta cabellera entrecana. No vio la cara del espanto, pero se la  imaginó personificado en una vieja  con una horrenda boca desdentada, con encías en forma de  diabólicas tenazas. 

Cucufate con  su habilidad de observar el talento histriónico de los narradores, le dio un codazo  en  las costillas a  Apapucio, diciéndole a continuación:
-Cónfiro, Apapucio, ese tipo actúa  pa` la cara ` el muerto.
En ese instante, don Salvador soltó un sonoro bostezo, señal que todo debía terminarse a la avanzada hora de las 3 de la madrugada.  Al marcharse, los asistentes se dividieron en dos bandos, en el primero, como iban en dirección norte,  hacia El Cortijo, se agruparon entre otros, Apapucio, Cucufate, Emilia, Flor, Estílita, Carmen.  En el segundo grupo, con dirección sur hacia Sarría y Guaicaipuro,  se incluyeron entre otros, Marcos, Rosa, Félix, Culebra y varias damas.

Entre brincos por el irregular terreno y el tácito silencio, a veces ahogadas por risitas nerviosas y asustadizas,  las  lánguidas  sombras de todos esos personajes,  hollaron la serena paz de los sepulcros anónimos del antiguo cementerio y las ruinas  del lazareto.

 Nadie refirió nada del relato de Marcos, pero Apapucio, al observar la tenue luz de un cocuyo que volaba a ras del suelo, exclamó socarronamente para que todos los presentes escucharan:
-Ese es el fuego fatuo de los muertos que aquí están  enterrados.
Silencio profundo, pero  una sensación de escalofrío recorrió la humanidad de todos  los caminantes, mientras allá arriba, el enorme globo selenita incendiaba con una lumbre blanquecina,  las escasas nubes, muy cerca del Orión, que esa madrugada se antojaba más lumínica, más mineralmente cristalina.

A la semana siguiente, se dieron cita otra vez en el mismo sitio, los asistentes de siempre a los ensayos y tertulias, pero esta vez se incorporaron algunos  maestros y maestras de las escuelas aledañas al barrio El Cortijo de Sarría.  No se puso mucho énfasis en los ensayos artísticos, pero se habló    de tópicos de interés para la Junta Pro  Mejoras.  Un rato después, se volvió a caer en los relatos de aparecidos y fantasmas.  Un maestro de la Escuela Experimental Venezuela, muy inclinado hacia la historia y geografía, sacó a colación el relato del Descabezado.   

El descabezado fue en vida un hombre solitario, que deambulaba por las calles de Santa Rosa, Guaicaipuro, Maripérez, Quebrada Honda.  Según cuentan, su familia lo abandonó a su suerte por unas ideas raras que profesaba acerca del origen y del fin del mundo, opuestas al sentido cristiano, ideas que le surgieron a raíz de unas fiebres que supuestamente terminaron por enfermarlo  mentalmente.  Antes de eso, era un hombre muy pacífico, siempre como  ausente, tal vez sumido en hondas meditaciones.  Luego de enfermarse, se tornó violento, con una extraña fijación hacia los trenes, en rigor, de los trenes que corrían a lo largo del Ferrocarril Central, desde la Estación Santa Rosa hasta los Valles del Tuy, que al futuro Descabezado se le antojaban como bestias  trepidantes   y mensajeras del mal.  

-¡Coño `e tu madre!
Solía gritar  el supuesto demente, amenazando  con los puños a los conductores de esos trenes, quienes con  una mirada de conmiseración,  seguían impasibles su camino.
Una noche, el supuesto demente se quedó dormido sobre la línea del tren, sin que el maquinista pudiera evitar atropellarlo.  Los restos mortales horriblemente  mutilados del desdichado fueron enterrados en el cementerio contiguo al lazareto.  Al poco tiempo, los vecinos del sector comenzaron a tejer la leyenda del Descabezado, afirmando que sólo la cabeza del difunto quedó intacta, separada  del resto del cuerpo, cuyo  rostro quedó haciendo horribles muecas, mientras que otros afirmaban haber escuchado el “coño e tu madre” que siempre  espetaba a los maquinistas.    Más tarde, alguien piadosamente erigió una cripta con una capillita en el sitio exacto de la tragedia, donde destacaba una imagen de Santa Rosa de Lima, a un lado un pequeño platón donde la gente dejaba caer algunas monedas para costear las velas que siempre debían alumbrar  el sitio, a veces también con que comprar las rosas rojas siempre frescas que lo adornaban.  Es evidente que había nacido otro ícono entre los habitantes del sector. Su fama trascendió y el mito del Descabezado ingresó a la lista de espantos de Caracas.

El carácter del difunto, en vida  era muy pacífico y silencioso, al convertirse en espanto, se volvió agresivo y grosero.  La irreverencia narrativa de la leyenda del Descabezado lo situaba todas las noches caminando presurosamente  por la línea del tren, desde Santa Rosa hasta El Encantado, más allá de Petare, asustando con sus insultos a todo el que se le atravesara en su  camino.  La forma física  del aparecido sería la de un hombre alto, fornido, pero sin cabeza, con los brazos y los puños en actitud agresiva, su voz hueca, salida de sus entrañas, a falta del aparato fonador, adquiriría un matiz  profundo  y lejano,   Gesticulaba  y amenazaba a los  transeúntes, pero cuando la víctima huía despavorida, el espanto se quedaba riendo con una sonora carcajada, según se dice, muy semejante al ruido de un saco de bolas criollas al arrastrase por el suelo.  
La tertulia de esa noche se habría prolongado mucho más,  pero la actitud asustadiza y llorona de Carmen, desanimó a la concurrencia, y a las 12  de esa noche, otra vez el peregrinaje de los asistentes que, al marcharse, sintieron  en sus huesos el frío de un hosco brisote que bajaba del Guaraira Repano. 


---O---


Por cierto que Rafael había quedado muy afectado por  su cortedad al no abordar a Flor, peor aún,  herido en su orgullo por las burlas y sarcasmos de todos sus compañeros.  Entonces fue cuando decidió confrontarla  de una vez por todas,  cara a cara.  Su error consistió en escoger como confidente  de sus cuitas  a Cucufate, un proverbial mamador de gallos, además,  demasiado imbuido en el discurso romántico  que la manera idónea de ablandar el corazón de las mujeres sería a través de una  serenata.  
Para Cucufate, fanático de las películas mexicanas, el trance de dar una serenata, debía ser muy al estilo de Jorge Negrete, donde un Romeo confiesa su amor a la mujer, según el  modo peculiar de un “quiéreme tal como soy”, muy convencional, con frases construidas en modo subjuntivo.
                                                     Valentina, Valentina
                                                     yo te quisiera decir
Después el mea culpa:
                                                      Si porque bebo tequila    
                                                      mañana bebo jerez
                                                      y  porque me ven borracho
                                                      mañana ya no ven.

Por último, el desafío a si mismo
                                                    Si me han de matar mañana
                                                    ¡que me maten de una vez!

Cucufate se encargó de los detalles de organizar la serenata que Rafael debía brindarle a Flor, así que contrató a Rigoberto, guitarrista-cantante, admirador fanático de Juan del Ávila y Andrés Cisneros.       
A las nueve de la noche de ese día sábado, frente a la casa de Flor, situada en los altos  del muro del antiguo lazareto, 3 figuras que se movían como fantasmas en la penumbra reinante, Cucufate, Rigoberto y Rafael, llegaban a la parte baja de la casa de esa joven.  
Comenzó Rigoberto a puntear su guitarra al interludio melancólico de una meliflua canción.  Su voz nasal se alzó por encima de los tonos de su instrumento musical. 

                                                     Quiero escaparme con la vieja luna
                                                     en el momento en que la noche muere

De lo que no se había percatado ninguno de los tres caballeros, es que justo al lado de la casa de Flor, vivía la familia Luna, cuyo marido era un viejo cascarrabias que se emborrachaba todos los sábados.  El señor Luna acababa de acostarse para pasar su borrachera y la señora Luna apenas dormitaba en el sofá de la sala de  esa familia.   El  energúmeno Ernesto Luna,  al escuchar la canción que según él aludía a su esposa, se paró de la cama, y aún con la limitada velocidad que le permitía  su menguada humanidad, más menguada aún por su estado de embriaguez, salió a la calle con una bacinilla llena de un líquido mal oliente, y desde la privilegiada posición que le daba la altura del muro del antiguo lazareto, vació íntegro su contenido sobre la humanidad del pobre Rigoberto, al tiempo que lanzaba esta lenguaraz amenaza:  
-¿Con quién es que usted se a escapar, desgraciado?
Rigoberto se violentó al sentir su ropa impregnada de un nauseabundo líquido, estrelló su guitarra contra el suelo, y salió resuelto en busca del autor del desaguisado, pero Cucufate lo contuvo, llevando en el forcejeo su ración de orín. 
 Impasible, el viejo Luna se devolvió al interior de su casa, para pedir explicaciones a su pobre esposa, quien hastiada de lidiar todo el día con su beodo consorte,  ni estaba consciente de lo sucedido, ni estaba en disposición de hilvanar ninguna explicación, por tanto masculló una expresión incoherente.
A todas estas, el cobarde Rafael huyo del lugar de los acontecimientos, por el incierto camino del antiguo cementerio.  Allí estuvieron largo rato  Cucufate y Rigoberto,  dándose mutuas explicaciones por lo sucedido.  Para colmo de males, Flor no estaba esa noche en su casa, se había ausentado por razones familiares.  
Al día siguiente, estalló el escándalo,  aumentado exponencialmente por el chisme, a todo lo largo y ancho del  barrio El Cortijo de Sarría  y sus alrededores, dando lugar a murmuraciones y  a las bajas pasiones muy propias  de las lenguas viperinas.  La reputación de Flor quedó en entredicho, por lo cual, su severo padre, le propinaría un vergonzoso regaño, prohibiéndole cualquier contacto con la Junta Pro Mejoras del barrio. Todo el mundo asumió su cuota  de un complejo colectivo de culpa.  Las viejitas rezanderas convocaron para esa misma  tarde  la expiación de ese pecado, a  través de   un extenso rosario a la virgen de Coromoto.   
El austero don Salvador estalló en cólera, cancelando para siempre su participación en la Junta pro Mejoras.  El acto cultural,  tan larga y laboriosamente  preparado, por supuesto que  también se canceló,  Por si a alguien le podría quedar   alguna duda, clausuró  la entrada de su casa a todos los posibles visitantes,  mediante la colocación de un enorme candado

Todo ese proceso  aconteció  en vísperas del 18 de octubre de 1945. Pocos años  después, camiones del INOS, del MOP y cuadrillas de la Gobernación del Distrito Federal, protagonizaron    el tan deseado  brinco histórico de remover  la amarillenta tierra del barrio El Cortijo de Sarría, donde por décadas estuvieron enterrados cuerpos y almas casi insepultos, para sembrar  en su lugar, tuberías metálicas para  agua potable,  tuberías de concreto para las aguas servidas y la empresa  Electricidad de Caracas colocaría  numerosos  postes de alumbrado público.    

El enorme muro del antiguo  lazareto, contempló impasible el brinco histórico.







Sitio web de la imagen: http://ratondelqueso.blogspot.com/

DE PELICULA



Por: Gilberto Parra Zapata
(De su libro "Bajo la falda del Ávila")

Mientras Pedro Infante cantaba la canción ranchera  El Mil Amores, sobre el níveo tapiz de la pantalla del Cine Miranda, los espectadores de la localidad patio, miraban inquietos y maliciosos hacia el cielo, poniendo las palmas de las manos hacia arriba, para percibir mejor la tenue llovizna que caía sobre el pueblo. Eran las ocho de la noche de un  día jueves del mes de diciembre, humedecido  por una garúa  retardada en el tiempo, pues era de las últimas de una temporada particularmente seca. Nadie prestaba mucha atención a la película donde en  aquel instante se desarrollaba una escena filmada en los acartonados estudios de Churubusco Azteca, S.A. de C.V.,  una escena de serenata a la luz de la luna, absolutamente artificial y fuera de contexto de  la trama. 

Los espectadores de la localidad patio, donde no había techo, proferían insistentemente la frase “lluvia, lluvia” con la malsana intención de aprovechar la confusión para colarse a la localidad preferencia. Roberto, el propietario del cine, lleno de natural suspicacia, se colocó estratégicamente en la puerta de acceso que comunica ambas localidades con las manos debajo de las axilas y el pecho erguido,  en actitud amenazante,   presto a persuadir a  esos oportunistas  que se les ocurriera  cometer tal abuso. 

Esa noche no ocurrió nada en particular, es decir no hubo como otras veces, el trasiego masivo de una localidad a otra, por dos razones: la primera,  porque Roberto,  en tres ocasiones bajó presurosamente las escaleras desde la caseta de proyección, para actuar de celoso cancerbero del orden de su negocio. La otra razón es que no llovió durante la proyección. Luego de terminada la función, después de las  once de la noche, cuando ya las calles del pueblo estuvieron desiertas, entonces sí se desató el chubasco, primero con unos gruesos goterones que parecían un arpegio, en una atropellada carrera en sentido este-oeste, volviéndose en seguida una espesa catarata, desde las cargadas  nubes hasta la tierra sedienta. Esa noche en Guatire, la gente se acostó  arrullada por el sensual placer que produce dormitarse mientras afuera  se desatan las fuerzas ciegas de la naturaleza.

El Cine Miranda de Guatire, tenía su sede en un local que originalmente fue el solar de una añeja casa colonial. Roberto Quiñones adquirió el inmueble, demolió las viejas estructuras dejando sólo un cuadrangular espacio vacío, de 20 metros de ancho por 50 de fondo. Luego hizo construir la infraestructura del cine, una pared muy alta al frente, que se abría en una puerta que abarcaba casi todo lo ancho del terreno. Los primeros 10 metros de la estructura lo ocupaba el vestíbulo, con piso de cemento pulido, donde se  construyó la taquilla, especie de jaula de concreto con una ventanilla protegida por tres cabillas transversales. Allí se vendían las entradas, un cartoncito color rojo para preferencia, a  un costo de 2 Bolívares y un cartoncito color amarillo para la localidad de patio a un costo de tres  reales. A la izquierda de la taquilla, se ubicaba la escalera que daba acceso a la caseta de proyección.

Los 40 metros restantes de la estructura se dividían por igual en 2 localidades separadas por una cerca de tubos de un metro de alto. En la localidad preferencia se construyó una estructura techada con asbesto rojizo. En la localidad patio, el techo era… ¡el admirable cielo siempre azul de Guatire……! Allí se construyeron unos bancos de concreto,  sin espaldares, donde los espectadores se sentaban semi  acurrucados para hacer menos penoso el cansancio que produce en la espalda estar sentado sin reclinarse durante los 100 minutos que duraba la proyección de la  película.

La capacidad del cine era suficiente para albergar hasta 300 espectadores, 150 para cada localidad, pero Roberto se conformaba si en la única función diaria de lunes a viernes se vendían 300 Bolívares, en las 2 de los sábados 350 bolívares cada una, y en las 3 de los domingos 400 bolívares cada una. La meta de Roberto era obtener por concepto de venta de boletos un ingreso entre doce y quince mil bolívares mensuales, suficientes para cubrir los gastos y obtener una utilidad que  compensara el tremendo esfuerzo de trasladarse todos los días desde Caracas, sostener su disipado  tren de vida  en Guatire y además justificar ante su esposa, con dinero en mano, el hecho de tener un negocio tan lejos de su domicilio,  descuidando de paso sus otros dos negocios en la capital.

Este bizarro diálogo se producía casi a diario entre Roberto y Francisco, el taquillero–aseador-vigilante y hombre de confianza de Roberto.

- Francisco, cuánto se vendió hoy?
-
- Teciento bolivades,  Dobeto
-
- Repartiste la propaganda?
-
- Si Dobeto, tú sabe que yo siempre depato la totaanda.

Francisco sufría desde niño  problemas de lenguaje. No era verdad muy aventajado, pero si muy laborioso, atento, honrado y sobre todo leal a Roberto.  Francisco cuidaba incondicionalmente los intereses de Roberto. Nunca le faltó un centavo al entregar las cuentas de la venta en taquilla. Después que comenzaba la función, Francisco, por órdenes de Roberto, daba vueltas por el cine, silencioso como una sombra, atento a todo lo que aconteciera. Cuando las parejitas de jóvenes, en sus escarceos  de besos y abrazos, en la penumbra  cómplice, pasaban a mayores atrevimientos, entonces la vista de gatopardo que poseía Francisco, en medio de la oscuridad, descubría los sospechosos movimientos de los enamorados, se acercaba hasta ellos, y con un carraspeo de su garganta, les  hacía volver todo a su sitio.  Las parejas, sudorosas, jadeantes y frustradas, tenían que simular una forzada normalidad.

- ¡Francisco, pajúo!  - murmuraba el atribulado amante.

Cuando no bastaba  ni su cercana presencia ni los carraspeos de su garganta, entonces Francisco entonaba  la canción mexicana “Volver, Volver”, en su media lengua gagareta.

- Ese amod apasionado anda todo abodotado.

Las manos volvían a su sitio, después de abotonar blusas, subir los cierres de las braguetas y abrochar cinturones.

En una oportunidad en que ni siquiera valió el expediente de la canción mexicana ni la curiosidad de los demás espectadores, entonces Francisco ordenó prender las luces.  Los senos al aire de la joven provocaron fruición entre los hombres presentes y las críticas, perplejidad y envidia  de las mujeres.           
Estas cosas sucedían porque Guatire carecía de sitios de diversión y de parques, donde los jóvenes y los no tan jóvenes pudieran dar rienda suelta a sus amoríos. Roberto, consciente de eso, no iba a permitir bajo ninguna circunstancia que su negocio se convirtiera,  como él solía decir,  “en un burdel”  Estaba en boga una cacería de brujas propiciada desde Caracas y apoyada por la prefectura de Guatire,  para hostilizar a los novios en los parques y otros  sitios  públicos.  

Francisco,  además,  se encargaba de la limpieza y aseo del cine. Todos los días, al promediar la tarde, se le  veía  con una escoba y un balde en la mano,  barriendo las conchas de maní paqueticos vacíos de pingpong, caramelos y susy, cajitas de chiclets Adams, que el infantil Francisco se llevaba a la boca para producir un como desafinado ruido de clarinete. Luego, con los pantalones remangados hasta las rodillas y un garrafón de creolina, limpiaba los baños, que desde lejos emanaban un penetrante hedor amoniacal.  A las 5 de la tarde, el local estaba completamente listo para  recibir a los espectadores.  

La publicidad de las películas que se exhibía  en  el cine, se hacía a través de carteleras colocadas en sitios estratégicos del pueblo, nada de  prensa o radio, que no existían en Guatire. Alejandro, el otro empleado del cine, se encargaba de dibujar  en cartulinas el nombre de la película, el nombre de los actores, acompañado de alguna frase efectista en alusión al contenido de la película.  
“El Enmascarado de Plata viene por la revancha”
“Vea cómo Susana perdona a Rogaciano el  Huapanguero”

La cartelera  de las Cuatro Esquinas, en especial, era muy esperada por los muchachos que se daban  cita en ese sitio, el más concurrido del pueblo.  No bien veían llegar a Alejandro y a Francisco, cuando se le acercaban curiosos.  A Alejandro que era muy hablachento, le buscaban conversación para que contara las incidencias de la película de la noche anterior, lo cual  le parecía muy divertido.
-No me gustó cómo termina la película.  Al carajo ese que mató al papá de  la muchacha,   al final no le hicieron nada.
-Alejando, cuéntales como se cayedon a coñazos en la cantina  -  terciaba Francisco
A continuación, en una rutina que se repetía casi a diario, Alejandro contaba con lujo de detalles  las escenas de cómo el héroe de la película  se liaba a puñetazos  con 3 ó 4 bandidos y al final los vencía a todos.

Todo eso sucedía en un pueblo de amodorrada rutina como Guatire, donde nunca sucedía nada, donde las películas mexicanas, de intención heroica y romántica, aún en medio de la ficción, la gente lo relacionaba con su propia realidad.  De Guatire podría decirse con razón “tan lejos de Dios y tan cerca de Caracas” parodiando la tragedia mexicana descrita en una película que un día se exhibió en el cine.  Los 40 kilómetros que lo separaban de Petare, que igual podían ser 40 leguas, a través de una estrecha, sinuosa carretera, bucólica y llena de recuerdos y leyendas, es el camino de la ciudad próspera  y dinámica al burgo de reminiscencias  históricas, pero detenido en el tiempo.
Después de pasar por  Guarenas, la cinta de asfalto se deslizaba por un paisaje agreste.  A la derecha, la serranía abrupta, rotunda.  A la izquierda, el hilo de agua y el refrescante paisaje  de la verde degradación  que se percibía de la Cordillera de la Costa.  Uno que otro rancho mostraba la presencia de  niños terrosos y barrigones, mujeres harapientas y descalzas.  Las recuas, asustadizas, parsimoniosas y cojitrancas, pincelaban un perfil deshumanizado en medio de las carencias materiales.

Guatire desde siempre tuvo vocación de villa destinada al descanso del viajero que iba y venía desde y hacia Barlovento.  Más que asiento humano permanente,   sería una ciudad dormitorio, constituyendo una como eterna provisionalidad. Por esa razón, una somnolienta comunidad de calles irregulares, torcidas y estrechas, como puestas al azar por ausencia de un urbanismo consciente, daba una breve bienvenida al viajero por una calle ancha que comunicaba con otra calle en forma de herradura,  para tomar otra vez la carretera rumbo a Barlovento. Al norte, El Calvario, al sur Cantarrana, llenando el  tremendo desnivel de estos dos polos, yacían unos cuantos cientos de casas de estructura chata, de adobe, tapia y tejas, pintadas con el caleidoscopio  de un pueblo que no perdía su vaga esperanza de redención.  La madrugada fresca y la tarde caliginosa, día tras día, igual un miércoles que un domingo, en esa quietud de las calmas tropicales,  Guatire bostezaba su ancestral estancamiento.

A ese pueblo fue a dar una tarde  Roberto Quiñones, tal vez para repetir la visita a una mulata de caderas firmes y senos erguidos que unas semanas antes,  le había despertado su lujuria, pero a quien, dado su avanzado estado de embriaguez, no pudo hacerle el amor. 

Roberto no era hombre de medias tintas, mucho menos cuando se trataba de  mujeres, así  que ese día domingo se acercó solo en su Pontiac, no como la primera vez  que  había ido en compañía de tres camaradas de farra.  Los vapores del alcohol de la primera visita, le habían nublado la memoria  para desandar sus pasos hasta dar con esa mulata que le prendió la chispa de la lujuria, y por esa razón,  le dio por recorrer  las calles del pueblo en busca de su Dulcinea.  Observaba  cada detalle, las casas alineadas, techos de tejas descoloridas, añosas puertas y ventanas de madera, los pequeños negocios, panaderías bodegas, tiendas de mercancías secas, los inefables botiquines de mostradores altos y mesas esparcidas para las interminables tertulias de los borrachitos.

En uno de esos botiquines se detuvo Roberto para descansar y refrescarse con la media jarra de cerveza Caracas, a la cual era tan adicto.  Cuando se hubo servido el primer vaso que vació de un solo sorbo, comenzó a entablar una  conversación con los circunstantes.

-¿Conocen ustedes a Régulo Sánchez, a Efraín Ramírez, a Pedro Quintero?  -se refería a sus compañeros de farra de la primera visita.

-Sí lo conocemo,    - dijo alguien, pero en seguida  Roberto le notó en su rostro la mentira.

-¿Conocen a una negra que se llama……-se dio unos golpecitos en la frente, para significar la traición de su memoria….con unas tetas grandotas…..-y ponía las manos en su robusto pecho, para denotar volumen. 

-Yo le puedo presentá a una negra buenota ¿Le gustan las negras? ¿De onde es usté? –preguntó un mulato pensando más en cómo hacer para pedirle que le brindara un trago, que en otra cosa
.  
-¿En este pueblo hay cine?  –preguntó Roberto, cambiando la conversación

-No, el que había lo quitaron –contestó el que despachaba  detrás del mostrador 

Roberto miró impaciente hacia su reloj de oro, eran las 4 de la tarde, sacó de su cartera un verde billete de 20 bolívares para pagar su consumo, luego hizo una seña como quien dibuja un redondel, para expresar que se tomara el vuelto y brindara  cerveza a los parroquianos presentes.  Salió a la calle, arrancó su Pontiac que estaba estacionado medio cuerpo en la acera para no estorbar el paso de otros vehículos en la estrecha calle y se marchó del lugar.  Buscando el camino de regreso a Caracas, se perdió en una callejuela, de la cual tuvo trabajosamente que retroceder unos 150 metros, pues sencillamente se había tragado la flecha.  Cuando al fin se vio en la carretera, dio un suspiro de alivio y aceleró la marcha de su vehículo, para sumirse en sus hondos pensamientos.

No obstante su frustración al no encontrar a la mulata,  se olvidó de ella por el  rato transcurrido después de pasar frente al bar El Tamarindo en el camino a Guarenas y hacia  La Urbina, lapso en el cual impulsivamente, como todo lo que hacía, decidió establecer una sala de cine en Guatire. Hombre con espíritu de aventura para los negocios y las faldas, su imaginación le presentó la oportunidad de zanjar  la vieja disputa de su esposa con la amante que mantenía por los lados de Puente Hierro en Caracas.

Partir de la nada para instalar una sala de cine en Guatire, no fue tarea fácil.  Se valió de sus relaciones comerciales para una entrevista con el Gobernador  con el fin de  conseguir un lote de terreno en Guatire y con ciento cuarenta mil bolívares de capital  compró un inmueble en la Calle Miranda y  acometer  de inmediato los trabajos necesarios para hacer realidad ese  proyecto.

El día sábado de la inauguración del flamante cine Miranda, Roberto presentó un espectáculo de  talento vivo, incluyendo un cantante traído de Caracas, un conjunto de música llanera, enmarcado y animado por Joaquín, recitador de poesía gaucha, de poesía negroide y de poesía romántica.  La entrada, a un costo de 30 bolívares, se agotó rápidamente, fue todo un éxito artístico y económico.  Para atender a ese  espectáculo, asistió por primera y única vez a Guatire, la esposa de Roberto.  
Todos estaban satisfechos pues ya Guatire contaba con una sala de cine.  Hasta entonces, la única real diversión de ese pueblo, eran las esporádicas presentaciones de circos y los llamados caballitos, es decir carruseles o tío vivos, espectáculos itinerantes que durante una semana o quince días hacían las delicias de sus aburridos pobladores, pero esa magia se desvanecía pronto, apenas al desmontar las carpas y   los aparatos. Tras las huellas de  los camiones que cargaban toda la utilería, sólo quedaba el espacio vacío, la basura regada y la ilusión de unos niños que despedían con tristeza, quien sabe hasta cuándo, su mundo de sueños y fantasías.  Por eso, a  partir de su inauguración, el cine Miranda comenzó a representar  para los vecinos de Guatire, niños, adolescentes y adultos, por primera vez en su historia, a través del  solaz y esparcimiento que brindarían las películas que allí se exhibirían, un motivo  permanente  para  divertirse. 

Roberto en particular, también tenía motivos para sentirse  muy optimista acerca del futuro de su negocio.  Ya hacía planes para traer  a Guatire el mismo espectáculo de calidad que tenían los habitantes de Caracas, al exhibir  las películas de moda, en un escenario que igualara en lo posible, las facilidades de los espectadores de la capital.   Sin embargo, al principio,  en verdad  el negocio económicamente marchaba por debajo de sus expectativas.
La pregunta de rigor a Francisco el taquillero.  

-Francisco, ¿cuánto se vendió?

-Sesenta bodívades, Dobeto.

-Coño, ni pa`los cigarrillos.

Pero no por eso Roberto se desanimó, a continuación  contrató a Joaquín, quien ya se había convertido en su hombre de confianza en Guatire, para que grabara en un equipo de difusión sonora y difundirlo  por el pueblo y sus alrededores, mediante una camioneta,   frases  y consignas efectistas, bien construidas y de impacto publicitario. .   

-Vea esta noche en el cine Miranda, una película que le hará vibrar de emoción, una página de amor arrancada a la vida misma. –a continuación mencionaba el nombre de la película y sus actores

O esta otra:
-Vea cómo un pueblo se hizo justicia por sí  mismo.  La Revolución Mexicana,  con Pancho Villa y Zapata.  Acción, música, romance.  Vaya con su familia esta noche al  cine Miranda y disfrute por tan solo dos bolívares o tres reales, de una hermosa película que usted recordará toda su  vida.

Esa estrategia publicitaria, más otros ajustes que hizo en  su negocio,  produjeron de inmediato un efecto económico muy favorable, las  ventas de boletos se multiplicaron. 

Un eufórico Roberto invitó  para celebrar su éxito, a su amigo  Joaquín.   Después del décimo trago de ron, le hablaba tan de cerca a su amigo que  le salpicaba la  cara con su espesa saliva de beodo.  Esa noche Roberto construyó en su imaginación un cine Miranda  similar a los mejores teatros de Caracas, el Lido, el Metropolitano o el Imperial. Más tarde, un Roberto con la libido exacerbada por el alcohol, propuso a Joaquín salir a buscar mujeres.  Ya era de madrugada, así que el prudente Joaquín rechazó la invitación, pero le indicó una difusa dirección en Guatire donde  encontraría una negra “bien buena”.  Al despedirse, cada quien tomó su  rumbo.  Roberto acudiría a la cita indicada por Joaquín, donde permanecería hasta el amanecer.  Esa noche comenzaría a vivir su vida tormentosa de  negocios, alcohol y sexo con la que habría de escribir un escandaloso capítulo en la   historia de la  bohemia de  Guatire.   

Pasaban los meses y el impacto social que había causado la existencia del cine Miranda en Guatire, se hacía cada vez más patente.  Por ese tiempo, el país presenció la caída de la dictadura militar que había estado  gobernando en el país, posteriormente llegaría  la democracia, trayendo  consigo  profundos cambios en el desenvolvimiento social  y cultural de Guatire. Un despertar de nuevos horizontes  se  hacía sentir en el ánimo de la gente.  El hecho de ser el nuevo  presidente de la república,  un personaje nativo de esa población,  pudo haber contribuido a elevar el autoestima de sus pobladores.  A  través de  líderes  de la comunidad  que se dedicaron a cultivar   el potencial de sus pobladores, se fundó el CEA, entidad promotora del recate de sus tradiciones culturales y  folklóricas.  Además, se promovieron grupos musicales,  de danzas, teatro, corales, todo un renacer de las tradiciones seculares de ese pueblo  

A su debido momento, el Club de Leones de la localidad promovió un reconocimiento público  a Roberto,  considerando  que, a pesar del poco tiempo que tenía de existencia el cine Miranda, había dado un gran  aporte  a la cultura y al entretenimiento del pueblo,  Se le  otorgó una  hermosa placa “Honor al Mérito”, un diploma y un traje de charro, para serle entregados en medio de un muy concurrido evento social, con abundancia de comidas y  bebidas.   

Esa noche un eufórico Roberto, vestido con su traje de  charro, aupado por el consumo de bebidas alcohólicas, reveló un inédito talento histriónico, imitando a diversos artistas mexicanos, para él muy familiares   a fuerza de verlos tantas veces en la pantalla del cine Miranda.  Se creía el alter ego de Jorge Negrete, Pedro Infante, Miguel Aceves Mejía.  Su excelente imitación de  Cantinflas, con sus gestos, sus expresiones y su disfraz de  7 Machos, fue muy aplaudida por la numerosa concurrencia  que le  hacía una ronda de admiración y jocosidad.

Siendo el centro del jolgorio de esa noche,  monopolizaba la atención de los concurrentes, al relatar de viva voz los intríngulis de su negocio. Allí se comentó  abiertamente, sin cortapisas,  el proceder de Alejandro y Francisco  en el manejo de la proyección de las películas, entre ellos, cómo a su conveniencia, robaban minutos enteros de película, cómo hacían para empatar las cintas  de celuloide rotas o dañadas, cómo reaccionaba el público, cuando se sentían afectados por esos procederes, mencionando  la manida frase “suelta la botella”, o el “métele la teta” cuando un niño lloraba en plena función.  También se comentó acerca de la conducta de Francisco ante las parejitas de enamorados en plena función y cómo reaccionaban los   empleados  al sentir las  protestas  del público.  Esa noche, la concurrencia no sólo celebraba   lo  gracioso de la actuación de Roberto,   también expresaban  cuánta influencia había ejercido en sus vidas, la existencia de esa sala de cine en Guatire. 

Al día siguiente, después de esa  noche de sarao y alcohol, Roberto debió reflexionar que a pesar de su éxito económico y social en Guatire, no obstante  haberse ganado rápidamente la confianza de las fuerzas vivas, de  políticos, del Prefecto, de los comerciantes, del cura párroco, también de hermosas mujeres, a pesar de todo ello,  todavía   se encontraba insatisfecho, pues  aún tenía una deuda de honor que saldar, casi tres años  después de  transcurridos los hechos de la primera vez  que por obra de un azar,  había  ido a parar al  pueblo de Guatire. 

No se le borraba  de su mente la derrota sexual que había sufrido en su  encuentro con una mulata, de quien desconocía su nombre.  Durante todo ese tiempo, no perdía oportunidad de preguntar a todo el mundo, buscando alguna pista, algún indicio, para reencontrar a aquella mujer de carnes firmes, de recio pecho y anchos hombros.  No podía olvidar el goce de haber acariciado aquellos senos, cómo los tocó  bajo el corpiño.  Como esa noche la mulata aceptó pasivamente sus caricias, pero cuando en su manoseo los apretaba demasiado, ella lo tomaba fuertemente por su muñeca, y forcejeaba con él para sacer esa mano del interior de su blusa.  Su insistencia al introducir  su mano por entre la falda, para acariciar aquellos muslos broncíneos, que al tropezarse con el satén que cubría el sexo, la mulata la apretaba para aprisionar como pinza, paralizando esa mano fisgona hasta adormecerla.  
Al final de todos aquellos escarceos,   más por cansancio que por deseo, la mulata  lo retó  a hacerle el amor, pero en ese preciso instante, Roberto se vació en un vómito ácido, ruidoso, torrencial que le inyectó de sangre las pupilas lacrimosas.  Luego, al palparse su pene flácido, alicaído y el sudor frío que le  corría todo el cuerpo, ambos comprendieron que por esa vez sería imposible consumar el acto erótico. 

En esa impenitente búsqueda, una caliginosa tarde de domingo, fue a dar a Araira. Luego  que su Pontiac absorbiera todo el polvo de la rústica carretera, después de pasar  por la pronunciada curva del sector El Rodeo, de pronto,  tuvo la visión de esa aldea, hundida en una cárcava, tal como si,   en vez de un pueblo, una  mano perversa hubiera construido una manga de coleo.  A lo lejos, Roberto divisó en la calle principal, una mulata vestida con una falda multicolor que se balanceaba un poco más abajo de sus rodillas y  un pañuelo que le cubría su enmarañado pelo.  Tal  como la había imaginado, al fin había dado con Felicia, la mulata que le había robado tantas horas de sueño.  Le tomó la mano tibia, le habló con  su  convincente voz de seductor, y en pocos días, Roberto tenía instalada a Felicia como su concubina en una casa de Guatire.    

De esa manera, ponía fin a sus diarios viajes a Caracas, tan cansones y casi sin sentido, pero no por eso dejaría su vida bohemia en Guatire, al contrario,  en  la casa que  compartía  con Felicia, cada noche, al finalizar su trabajo en el cine,  se daba cita con todos sus amigotes, bebiendo y cantando hasta la madrugada, de paso, molestando a su concubina con chistes de mal gusto y haciéndole preparar comidas, celebrando entre risotadas, tantas  humillaciones, como esa de abrir grotescamente su boca a todo lo ancho, inclinando su cuello hacia un costado, diciéndole a continuación
-Un buche  de agua, negra

Felicia, pacientemente,  tomaba la botella de licor y se la vaciaba en la boca, más allá de su  capacidad, hasta empaparle la camisa.  
Con frecuencia se ponía a cantar canciones rancheras y a  parodiar escenas de películas,  con el acento mexicano mal imitado.
-¡Sírvame un tequila!  -no importa que fuera cerveza o ron
-¿Cómo está mi cuate? –y golpeaba fuertemente la espalda de algún compañero.
-¡Luego luego usted me quiere emborrachar!  -acto seguido se empinaba una botella de licor

Ya de madrugada, al marcharse todos sus compinches, entonces, como para borrar el malestar que le produjo aquel primer encuentro con Felicia, la emprendía sexualmente con ella,  en cualquier sitio de la casa.  Después de consumar brutalmente  el acto sexual, con frecuencia se quedaba dormido entre sonoros ronquidos, semi desnudo, con  frecuencia vomitado.  

Felicia se encontraba al borde de la desesperación,  pero ya decidida a marcharse de la casa, un buen día comenzó a sentir en sus senos, en sus caderas, en sus muslos,  la brasa de la mirada de Jesús Ignacio, uno de los compinches de Roberto, de los que casi a diario asistía a las francachelas en su casa.  Un poco turbada, se alejaba hasta el fondo de la casa, pero hasta allá la perseguía esa mirada lujuriosa.  

En un momento dado, comenzó Felicia a medir la diferencia de trato que recibía de ambas partes, el maltrato de Roberto versus la mirada inquisidora de Jesús Ignacio, sujeto callado, comedido, silencioso, como serpiente en acecho.   La agresión sexual que le propinaba Roberto, en comparación con  la promesa de sentirse legítimamente deseada y respetada.  En ese contexto, no le sería difícil a Felicia acceder a los requerimientos del rival de su concubino.  

Pocos días después, en su propia casa, comenzaron los encuentros sexuales entre Felicia y Jesús Ignacio. De allí en adelante, movida por la venganza,  la mulata asumió su infidelidad, ese triángulo amoroso que le despertaba su curiosidad y el desafío a lo prohibido, para insuflarle el  valor suficiente y  recibir todas las noches a Jesús Ignacio en el lecho. .Las citas clandestinas con el amante furtivo,  que se trepaba por paredes y techos hasta el patio de la casa, luego la huída, justo a tiempo cuando el desprevenido Roberto oprimía el cerrojo para abrir la puerta  de la vivienda.  
Muy pronto, la intuitiva malicia de los vecinos burlaría  la astucia de los amantes clandestinos. Sencillamente,  miles de ojos, oídos y lenguas viperinas los hicieron objeto del chisme y la maledicencia que comenzó a permear todos los estratos de la sociedad.  Al final, lo de siempre, todo el mundo, menos el agraviado, estaba al tanto de esa infidencia.  

Como era también de esperarse, algunos indicios llegarían a oídos de Roberto, a través de mensajes expresos y subliminales, a través de frases cargadas de ironía y evidencias encontradas en su casa y en su negocio.  La venenosa expresión escuchada por boca de uno de sus compinches, lo puso más en alerta.
-¡Los  cachos matan!

Igualmente, encontrar aguacates en la capota de su vehículo, pero sobre todo la actitud fría y esquiva de Felicia, lo acercaron más  al borde de su suspicacia   y de la decisión  de  salir en busca de lo que ya para ese momento tenía tantos elementos  de certeza. Comenzó a rondar su vivienda a cualquier hora del día, pero siempre encontraba a Felicia entregada a sus quehaceres domésticos.  Inventaba toda clase de coartadas, aún muy consciente de lo difícil que resultaría encontrar a alguien que le diera el detalle clave para  corroborar lo que consideraba inminente.  Sin embargo, después de agotar  su astucia de todas las formas inimaginables, una  tarde,  la cochina verdad salió a relucir por boca de Francisco.
-¡Jesú Inacio, cuando tú pasa la película!.

La mente de Roberto se nubló, sus piernas flaquearon, presa del demonio de los celos.  No tuvo en ese momento más pensamientos que el barbarazo y el cursi bolerito de Orlando Contreras, muy de moda para ese momento. 

                                                 Un amigo mío
                                                 a la que yo un día llevé hasta el altar,
                                                 un amigo mío, en mi propia casa……  

A  partir de ese momento, esbozó  un plan para lavar su honor.  Fue a Caracas a buscar su revólver y a vigilar muy de cerca los pasos de Jesús Ignacio y Felicia.  A toda hora pasaban por su mente las escenas de películas mexicanas donde  veía reflejado su drama.  Un día sábado no aguantó más y se decidió a acabar con su tormento.

Desde horas del mediodía comenzó a consumir una botella de anís, en traguitos cortos, intermitentes, que castigaban su lengua.  Para la hora que comenzó la segunda función del cine Miranda, ya su organismo había absorbido altas dosis de alcohol, pero que, sin llegar a emborracharlo, lo proveyó, sin embargo, del valor necesario para atreverse a todo.

En un momento dado, le dijo a Alejandro que se ocupara, mientras tanto,  de la proyección de la película, que pronto regresaría.  Se expresó  con una voz tan trémula, tan hosca, que el empleado intuyó sus intenciones, pero no le dijo ni media palabra. Salió del cine con pasos apresurados, palpándose con su mano izquierda, el revólver oculto en su  bolsillo, y  arrancó el Pontiac hacia el encuentro con su drama.  Dejó estacionado el vehículo  como a 100 metros de la casa, cruzó La Cañada de los Perros, esa noche de plenilunio en que la jauría aullaba con gran fuerza. Sigiloso, abrió la puerta principal y en puntillas llegó  a la habitación, que en ese momento se encontraba con la puerta entreabierta. En efecto, allí en la cama, estaban los dos tortolitos, desnudos y exhaustos, ella boca abajo, con su voluminosos trasero al aire. 

Roberto quedó paralizado como la Momia Azteca de la película mexicana. Su primer impulso fue dispararles para ahogar en sangre su honor mancillado, pero prefirió, con el hilo de voz que brotó de su anudada garganta, gritarles la  orden imperiosa.

-¡Se me paran de ahí, y se me van pa`l carajo!

La aterrorizada pareja obedeció instantáneamente, pero cuando pretendieron ponerse sus ropas, recibieron esta   vez otra orden terminante del indignado Roberto.

-¡No, se me van así, desnudos en pelota, para que los perros le muerdan el culo!  

Ambos salieron a la calle, ante  la mirada curiosa de los vecinos.  El concierto perruno subió de tono, mientras la broncínea escultura del voluptuoso cuerpo de Felicia, despedazó en las mil partículas de su transpiración,  la ceferina noche lunar.