Por: Gilberto Parra Zapata
De su libro: Bajo la Falda del Ávila
Era Emilia, quien ejecutaba una sencilla danza al compás de sus pies, tomando el borde de su falda con ambas manos, subiéndola ligeramente por encima de sus rodillas. Era una rítmica tonada como parte de una fantasía musical que debía presentarse en unos pocos días, y que esa tarde ella ensayaba con seriedad y dedicación, pues formaba parte de un nutrido espectáculo musical a presentarse con el objetivo de atraer público y despertar el interés de los vecinos del sector hacia la Junta Pro Mejoras del barrio El cortijo de Sarría, cuya sede estaba situada en la casa de don Salvador Vargas, calle El Lazareto Nº 20. Don Salvador concebía este proceso como una manera de llamar la atención de las autoridades civiles para que atendieran las necesidades de esa olvidada comunidad, carente de los más elementales servicios públicos, asfaltado, agua potable, tratamiento de aguas servidas, alumbrado, escuelas, dispensarios médicos.
Don Salvador era un ciudadano honorable, muy respetado por los habitantes del barrio, quien desde el primer momento prestó su casa de habitación para que los jóvenes con algún talento artístico realizaran presentaciones culturales, canto, música, danzas, teatro, poesía, basados en la confianza y el respeto que su persona despertaba entre todos los habitantes de ese sector.
El hecho es que muchos años antes de comenzar a poblarse el barrio El Cortijo de Sarría, en esos terrenos existió un cementerio, y en las cercanías, también existió un hospital, mejor dicho, un pudridero humano de los enfermos de lepra, de lázaro, de allí su nombre El Lazareto. De lo que fue ese dispensario, u hospital o pudridero humano, quedaba como único testimonio un inmenso y sólido muro de cal y canto, de donde se colige que debió ser algo así como una fortaleza militar, no para resistir un ataque externo, sino todo lo contrario, para asegurarse que de allí no saldrían los pacientes a contagiar a la gente de la maldita peste bíblica. Se cuenta también, que allí trabajaban unas abnegadas monjitas que piadosamente ayudaban a bien morir con mucha resignación cristiana, a los enfermos, quienes al fallecer, eran llevados envueltos herméticamente en unas sábanas blancas, para ser sepultados presurosamente en unas rústicas tumbas anónimas.
Se dice también que ese era el camposanto de tantas víctimas procedentes de diversos sectores de la Caracas de entonces, en especial aquellas que sucumbían en las frecuentes epidemias de esos años, tales como el cólera, la peste bubónica o la gripe española. Por tanto, no se trataba de difuntos cualquiera, sino de agentes contaminantes, Sin embargo, por la razón que fuere, en algún momento se clausuró el lazareto y se descontinuó la práctica de continuar sepultando cadáveres en ese cementerio, y a partir de allí, un largo y espeso manto de olvido se tendió sobre ese lugar, pero tal vez por vagas referencias bíblicas, se crearía para siempre un halo misterioso, donde la superstición exacerbaba la imaginación popular, dando lugar a leyendas, relatos y consejas de espantos, macabros y aterradores, que helaba la sangre de quienes escuchaban esos testimonios, y que como consecuencia de ello, lo heredarían sus primeros habitantes.
La estructura del lazareto se fue desmoronando a lo largo de tantos años de abandono, pero quedó en pie un sólido muro, tal vez el frente o su fachada lateral, que al crearse el barrio, facilitó el urbanismo, pues marcó un perfecto corte de esquina, al final de lo que con el decurso del tiempo se denominó, en su memoria, la Calle El Lazareto
Una vez que esa comunidad fue tomando forma, quedaría constituida, de hecho, la Junta pro Mejoras del barrio El Cortijo de Sarría, donde el poder de convocatoria de don Salvador atrajo a un numeroso grupo de habitantes del sector, no sólo artistas, también curiosos que cotidianamente se daban cita es su acogedora vivienda, generándose una dinámica social que, de acuerdo con su criterio, ayudaría a apuntalar al objetivo de mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Como era de esperarse, allí también se daba cita el chisme y la maledicencia, también los contadores de cuentos, toda una dialéctica que marcaría para siempre la existencia del barrio, quizás también trascendiendo a otros sectores de Caracas.
Don Salvador había tomado muy en serio su rol de patrocinador de esos espectáculos artísticos, por lo cual su casa estaba siempre abierta en horas de la tarde, hubiera o no ensayos. La gente entraba libremente de una vez al corral de esa vivienda, dotada de un piso cementado donde se acomodaban como espectadores frente a una especie de escenario. Cuando correspondía, los ensayos comenzaban a eso de las 6:00 PM y terminaban a la hora que la dinámica social así lo determinara, muchas veces en horas de la madrugada, si se trataba de días sábados o domingos.
Tomando en cuenta que el incipiente barrio carecía de alumbrado público, en medio de una gran profusión de terreno enmontados, es decir, un paisaje agreste, casi rural, las noches se sumían en una oscurana casi total, ayudando a que la imaginación de la gente derivara hacia la superstición. En este caso, las tertulias en casa de don Salvador, muchas veces se dirigían hacia relatos de difuntos, de fantasmas, de espantos. Con mucha frecuencia salía a relucir toda la variedad caraqueña de espantos, aquellas que tomaban forma de humanos, como la sayona, la llorona, el descabezado, igualmente, todos los que tomaban forma de animales, como la mula maniá, o forma de objetos como el carretón, igualmente todos los que formaban parte de la liturgia cristiana como el Diablo o Satanás o Mandinga, también algunos personajes muy puntuales, como el ánima de una monjita muy piadosa que durante muchos años trabajó en el lazareto, para ayudar a bien morir a los pacientes de esa enfermedad, de igual manera cuestiones más simples, como los suspiros que exhalaba la muchacha que se había muerto virgen con su traje de novia puesto, al perder a su prometido, con quien tenía previsto casarse. Salían a relucir también las leyendas negras acerca de los gatos, de las lechuzas, de los vampiros, de las aves canoras nocturnas, como la pavita.
Lo peor para algunas almas simplonas y asustadizas, no era tanto escuchar contritas esos relatos en medio de la tibia quietud de una casa hospitalaria, suficientemente iluminada y en compañía de otras personas, el gran problema a vencer era el miedo que unánimemente experimentaban todos los que después tenían que marcharse a sus casas en medio de una soledad de grillos y de cocuyos, conscientes que, bajo sus pies, enterrados a pocos centímetros de profundidad, probablemente se encontraban los huesos o el polvo de los huesos de difuntos yacentes en la eterna soledad y desamparo de quienes habían pagado tributo a la muerte en medio de crueles sufrimientos. Se corría con visos de certeza, que al descomponerse esos cuerpos, las almas irredentas reclamaban su espacio de justicia divina, a través de fogonazos lumínicos que emergían de la tierra, en medio de la noche, por medio de los llamados fuegos fatuos.
El miedo supersticioso que ellos mismos habían contribuido a exacerbar como agentes activos o pasivos de esos macabros relatos, los unía a la hora de caminar en la actitud solidaria de hacerse mutua compañía para compartir ese miedo, incluyendo, a aquellos que presumían de ser muy machos, al igual que las mujeringas, quienes temblaban y gritaban al sentir que el mogote se movía por el paso de algún animal silvestre o de algún noctámbulo de circunstancia.
La fauna de espantos y aparecidos que cotidianamente se debatía en las interminables tertulias en casa de don Salvador, abundaban en detalles acerca de las características morfológicas y filosóficas propias de cada espanto o duende o aparecido que conformaba el abundante catálogo de la superstición popular. Acaloradas discusiones acerca de si la sayona y la llorona eran el mismo personaje que se mimetizaba según las circunstancias. La patética llorona, era el espectro o alma de una mujer que había perdido a su hijo, pero que en su peregrinación esperaba encontrarlo. Muchos afirmaban haber escuchado el llanto de esa madre impenitente que entre sollozos lastimeros conmovía el silencio de las madrugadas:
-Por aquí lo perdí, por aquí lo he de encontrar
Según otros, la sayona sería la feminista que aspiraría vengar la afrenta de alguien que en vida la engañaría, asumiendo la actitud de una vampiresa para atraer machos en busca de aventuras, a quien intentaría disuadir de su propósito con un tremendo susto.
La Mula Maniá sería una bestia de tiro de sólo tres patas, que corría espantada por todos los caminos, tal vez para evitar ser esclavizada nuevamente por algún jinete del apocalipsis, pero en este caso, no obstante carecer de un cuarto trasero, para nada le impedía correr a velocidad de los pura sangres del hipódromo.
El carretón sería la contraparte de esa mula de 3 patas que huye sin parar, pero que en actitud sumisa espera encontrarse con esa bestia de tiro, para formar juntos el convencional juego de ser ambos esclavos, la mula que arrastra y el carretón que obedece a esa fuerza motriz.
El Diablo, Satanás o Mandinga, con todo y sus cachos, deidad del mal, su rabo en forma de flecha y su eterno hedor a azufre, tentando a los humanos al pecado, de paso, sin la autoridad moral que lo capacite para alguna actitud de arrepentirse de sus pecados.
Poe último, sumidas en el desamparo, las pobres ánimas en pena, verdaderas indigentes del cosmos, pidiendo que alguien se apiade de ellas, buscando indulgencias a través de rezos oficiadas por curas de misa y olla, para algún día definir su estatus de ser en forma definitiva, condenadas o perdonadas.
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Don Salvador cuidaba celosamente y era muy severo en sus juicios acerca de la modalidad y la calidad de los espectáculos que él patrocinaba, fijando de manera minuciosa y unilateral las condiciones en que se harían esas presentaciones, entre ellos los días y horas de los ensayos
Al fin había llegado llegó ese día viernes tan esperado del ensayo final del espectáculo que tanta expectativa creara entre la comunidad de Sarría y otros sectores de Carracas.
El primero en montarse en el escenario fue Chicho, quien se encontraba aún molesto por un chiste inocente que había sido objeto por parte de Carmen, su novia, quien al verlo sorbiendo una chicha, simplemente había exclamado
-Yo vi a Chicho tomándose una chicha
No había acompañamiento musical, pues el guitarrista se había retrasado, pero el muy puntual don Salvador lo urgió a que interpretara su número, aún no aprendido de memoria, por lo cual tuvo que leerlo directamente de un cancionero que patrocinaba el fabricante de Sal de Uvas Picot.
Así cantó Chicho:
En un bosque de la China
una china se perdió
y como yo era un perdido
nos encontramos los dos.
Como el cancionero intercalaba expresiones tales como “bis”, “coro”, etc. de una manera muy natural, el inefable Chicho continuó su canción
Y yo a que sí
y ella a que no (bis)
Todos los presentes estallaron en risa, menos el circunspecto don Salvador, quien de inmediato le ordenó sentarse y conminarlo a que se aprendiera de memoria su número.
Ahora le tocaba el turno a Estílita, quien acompañado de un guitarrista, interpretó una cursi canción infantil.
A a a mi gatita mala está
no sé si se me salvará
o se me morirá
a a a mi gatita mala está.
Luego con la e
e e e a mi gusta el café
no sé si lo tomaré
o si yo lo dejaré
e e e a mi gusta el café
Después siguió con la i, luego con la o, y al llegar a la u, así cantó
u u u guayabitas del Perú
que me trajo mi abuelita……
Sin pena ni gloria, ante la actitud de don Salvador, quien al mirarla de reojo, le expresó su inconformidad a la frustrada cantante.
Para cuando le tocó el turno a Emilia, ya el guitarrista y la banda de percusión estaban preparados para actuar. Emilia se presentó vestida con una falda tal vez un poco más corta de lo debido y comenzó a zapatear y dar giros a la izquierda y derecha, al compás de los tambores y la batería de los músicos, mientras el guitarrista tocaba en esos momentos cuando la danza se hacía más lenta y la percusión silenciaba. Al terminar, los espectadores aplaudieron la actuación y un satisfecho don Salvador felicitó a Emilia, con la mirada de reojo concentrada en sus piernas, descubiertas un poco más arriba de sus rodillas.
Después le tocó el turno a la declamadora Flor. Confundido en el público que presenciaba el espectáculo, un vecino de ella, llamado Rafael, su eterno enamorado platónico, se la devoraba con la vista. Flor escogió recitar el poema Píntame Angelitos Negros de Andrés Eloy Blanco. La escena debía estar constituida por tres participantes, la declamadora Flor, un guitarrista para interpretar música de fondo, y el tercer personaje, el compadre de la negra Juana, quien debía ser un caballero que saliera espontáneo de entre el público presente, a quien le tocaría iniciar el poema con esta introducción:
Ah mundo, la negra Juana
la mano que le pasó
se le murió su negrito, sí señor
Más adelante, debía volver a intervenir para advertir a Juana, el imposible de encontrar ángeles negritos en el cielo.
Desengáñese, comadre
que no hay angelitos negros.
Todo el mundo dirigió su mirada a Rafael, como invitándolo a que se convirtiera en ese espontáneo. El personaje se negó, mejor dicho, no se dio por aludido, no movió ni un músculo, clavado como estaba en su silla, turbado ante la presencia de Flor, incapaz de dar ese paso, que le habría permitido estar cerca de Flor, sentir de cerca su aura, pero, temeroso de quedar en ridículo ante los presentes, matando de paso su remotísima esperanza de llamar la atención de Flor, dejaría atascada en su garganta esos versos, posponiendo quizás para siempre la oportunidad de hacerle patente su amor secreto.
Surgieron más de cinco espontáneos, pero Flor escogió a un morenito, pues atendiendo a su lógica elemental, el compadre de la negra Juana debía ser un moreno barloventeño.
Comenzó Flor su declamación:
Ay compadrito del alma,
tan sano que estaba el negro
Flor exageraba los movimientos de sus manos y de sus brazos, sobre todo en la parte que decía, “yo no le cataba el hueso”, entonces se oprimía las clavículas y los antebrazos. En la parte que decía “lo medía con mi cuerpo”, tomaba un imaginario niño entre sus brazos, lo oprimía contra su pecho, rematando “se me iba poniendo flaco /como yo me iba poniendo”, apretándose entonces la cintura con ambas manos.
Al terminar su actuación, don Salvador la llamó para sugerirle un mejor uso del metalenguaje de manos, brazos y otras partes de su cuerpo. Cuando a sugerencia de don Salvador, Flor repitió su actuación, entonces se fue al otro extremo, casi inmóvil, como una estatua, moviendo sólo sus finos labios con un gracioso mohín, por lo cual el paciente don Salvador volvió a corregirla.
En el turno de Apapucio y Cucufate, estos representaron varios guiones propios de voudeville, muy bien ensayados y ejecutados, demostrando su veteranía de varios años en el oficio. Todos se rieron y disfrutaron mucho el espectáculo de los excéntricos actores, sobre todo aquel pasaje donde Cucufate al referirse con despecho a su ex novia, exclamó
-Lo que quedó de ella es el chasis y los dos farolitos.
A lo cual agregó Apapucio:
-¡Y el huequito de la hediondez¡
Así se cerró la parte artística de esa noche, luego se sirvió café, un refrigerio y bebidas como ponche y tizana, nada de licores, pese a la sugerencia de algunos.
La escena quedó servida para que los grupos informales comentaran las incidencias de las actuaciones artísticas, hasta que inevitablemente entraron en acción los cuentacuentos, con el charlatán Marcos a la cabeza, como siempre inclinado a relatar cuentos de aparecidos, espantos y fantasmas, donde, con una admirable habilidad histriónica, se ponía siempre en primera persona de los acontecimientos, que invariablemente sucedieron, según él, en el ámbito del barrio Sarría.
El mismo cuento de siempre es que una madrugada en que se dirigía a su casa, al caminar entre las esquinas de San Pascual y el Carmen, comenzó a sentir a sus espaldas, el ruido inconfundible de una carreta, toda desvencijada, sin bestia de tiro, que en su acelerada marcha se le iba acercando cada vez más, por lo cual echó a correr tan rápido como pudo, pero cuando ya casi a punto de alcanzarlo, se metió por la puerta de la primera casa que encontró abierta, en este caso de la familia Narváez, y justo en ese instante la carreta pasó casi rozándolo, casi atropellándolo, y en su alocada carrera se perdió en medio de la penumbra reinante.
Cucufate, que hacía rato escuchaba el relato, hizo esta elemental observación:
-Será que el carretón anda suelto porque la mula maniá se le escapó
La mula maniá era una animal de 3 patas, sin embargo su galope era tan veloz como los que tenían completas sus 4 miembros. Ante el absurdo de animales mutilados que corren veloces y carretones que andan corriendo por su cuenta, algunos de los presentes reflexionarían acerca de la cuadratura del círculo o del cuento de la quinta pata del gato.
Pero allí no paró el relato de Marcos, con la voz más engolada y sus gestos más pronunciados, siguió contando que cuando aún no había pasado el susto del carretón, se asomó en la ventana de la casa donde había penetrado para salvarse de ser atropellado, para entonces divisar a través de los barrotes de la ventana, una larga e hirsuta cabellera entrecana. No vio la cara del espanto, pero se la imaginó personificado en una vieja con una horrenda boca desdentada, con encías en forma de diabólicas tenazas.
Cucufate con su habilidad de observar el talento histriónico de los narradores, le dio un codazo en las costillas a Apapucio, diciéndole a continuación:
-Cónfiro, Apapucio, ese tipo actúa pa` la cara ` el muerto.
En ese instante, don Salvador soltó un sonoro bostezo, señal que todo debía terminarse a la avanzada hora de las 3 de la madrugada. Al marcharse, los asistentes se dividieron en dos bandos, en el primero, como iban en dirección norte, hacia El Cortijo, se agruparon entre otros, Apapucio, Cucufate, Emilia, Flor, Estílita, Carmen. En el segundo grupo, con dirección sur hacia Sarría y Guaicaipuro, se incluyeron entre otros, Marcos, Rosa, Félix, Culebra y varias damas.
Entre brincos por el irregular terreno y el tácito silencio, a veces ahogadas por risitas nerviosas y asustadizas, las lánguidas sombras de todos esos personajes, hollaron la serena paz de los sepulcros anónimos del antiguo cementerio y las ruinas del lazareto.
Nadie refirió nada del relato de Marcos, pero Apapucio, al observar la tenue luz de un cocuyo que volaba a ras del suelo, exclamó socarronamente para que todos los presentes escucharan:
-Ese es el fuego fatuo de los muertos que aquí están enterrados.
Silencio profundo, pero una sensación de escalofrío recorrió la humanidad de todos los caminantes, mientras allá arriba, el enorme globo selenita incendiaba con una lumbre blanquecina, las escasas nubes, muy cerca del Orión, que esa madrugada se antojaba más lumínica, más mineralmente cristalina.
A la semana siguiente, se dieron cita otra vez en el mismo sitio, los asistentes de siempre a los ensayos y tertulias, pero esta vez se incorporaron algunos maestros y maestras de las escuelas aledañas al barrio El Cortijo de Sarría. No se puso mucho énfasis en los ensayos artísticos, pero se habló de tópicos de interés para la Junta Pro Mejoras. Un rato después, se volvió a caer en los relatos de aparecidos y fantasmas. Un maestro de la Escuela Experimental Venezuela, muy inclinado hacia la historia y geografía, sacó a colación el relato del Descabezado.
El descabezado fue en vida un hombre solitario, que deambulaba por las calles de Santa Rosa, Guaicaipuro, Maripérez, Quebrada Honda. Según cuentan, su familia lo abandonó a su suerte por unas ideas raras que profesaba acerca del origen y del fin del mundo, opuestas al sentido cristiano, ideas que le surgieron a raíz de unas fiebres que supuestamente terminaron por enfermarlo mentalmente. Antes de eso, era un hombre muy pacífico, siempre como ausente, tal vez sumido en hondas meditaciones. Luego de enfermarse, se tornó violento, con una extraña fijación hacia los trenes, en rigor, de los trenes que corrían a lo largo del Ferrocarril Central, desde la Estación Santa Rosa hasta los Valles del Tuy, que al futuro Descabezado se le antojaban como bestias trepidantes y mensajeras del mal.
-¡Coño `e tu madre!
Solía gritar el supuesto demente, amenazando con los puños a los conductores de esos trenes, quienes con una mirada de conmiseración, seguían impasibles su camino.
Una noche, el supuesto demente se quedó dormido sobre la línea del tren, sin que el maquinista pudiera evitar atropellarlo. Los restos mortales horriblemente mutilados del desdichado fueron enterrados en el cementerio contiguo al lazareto. Al poco tiempo, los vecinos del sector comenzaron a tejer la leyenda del Descabezado, afirmando que sólo la cabeza del difunto quedó intacta, separada del resto del cuerpo, cuyo rostro quedó haciendo horribles muecas, mientras que otros afirmaban haber escuchado el “coño e tu madre” que siempre espetaba a los maquinistas. Más tarde, alguien piadosamente erigió una cripta con una capillita en el sitio exacto de la tragedia, donde destacaba una imagen de Santa Rosa de Lima, a un lado un pequeño platón donde la gente dejaba caer algunas monedas para costear las velas que siempre debían alumbrar el sitio, a veces también con que comprar las rosas rojas siempre frescas que lo adornaban. Es evidente que había nacido otro ícono entre los habitantes del sector. Su fama trascendió y el mito del Descabezado ingresó a la lista de espantos de Caracas.
El carácter del difunto, en vida era muy pacífico y silencioso, al convertirse en espanto, se volvió agresivo y grosero. La irreverencia narrativa de la leyenda del Descabezado lo situaba todas las noches caminando presurosamente por la línea del tren, desde Santa Rosa hasta El Encantado, más allá de Petare, asustando con sus insultos a todo el que se le atravesara en su camino. La forma física del aparecido sería la de un hombre alto, fornido, pero sin cabeza, con los brazos y los puños en actitud agresiva, su voz hueca, salida de sus entrañas, a falta del aparato fonador, adquiriría un matiz profundo y lejano, Gesticulaba y amenazaba a los transeúntes, pero cuando la víctima huía despavorida, el espanto se quedaba riendo con una sonora carcajada, según se dice, muy semejante al ruido de un saco de bolas criollas al arrastrase por el suelo.
La tertulia de esa noche se habría prolongado mucho más, pero la actitud asustadiza y llorona de Carmen, desanimó a la concurrencia, y a las 12 de esa noche, otra vez el peregrinaje de los asistentes que, al marcharse, sintieron en sus huesos el frío de un hosco brisote que bajaba del Guaraira Repano.
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Para Cucufate, fanático de las películas mexicanas, el trance de dar una serenata, debía ser muy al estilo de Jorge Negrete, donde un Romeo confiesa su amor a la mujer, según el modo peculiar de un “quiéreme tal como soy”, muy convencional, con frases construidas en modo subjuntivo.
Valentina, Valentina
yo te quisiera decir
Después el mea culpa:
Si porque bebo tequila
mañana bebo jerez
y porque me ven borracho
mañana ya no ven.
Por último, el desafío a si mismo
Si me han de matar mañana
¡que me maten de una vez!
Cucufate se encargó de los detalles de organizar la serenata que Rafael debía brindarle a Flor, así que contrató a Rigoberto, guitarrista-cantante, admirador fanático de Juan del Ávila y Andrés Cisneros.
A las nueve de la noche de ese día sábado, frente a la casa de Flor, situada en los altos del muro del antiguo lazareto, 3 figuras que se movían como fantasmas en la penumbra reinante, Cucufate, Rigoberto y Rafael, llegaban a la parte baja de la casa de esa joven.
Comenzó Rigoberto a puntear su guitarra al interludio melancólico de una meliflua canción. Su voz nasal se alzó por encima de los tonos de su instrumento musical.
Quiero escaparme con la vieja luna
en el momento en que la noche muere
De lo que no se había percatado ninguno de los tres caballeros, es que justo al lado de la casa de Flor, vivía la familia Luna, cuyo marido era un viejo cascarrabias que se emborrachaba todos los sábados. El señor Luna acababa de acostarse para pasar su borrachera y la señora Luna apenas dormitaba en el sofá de la sala de esa familia. El energúmeno Ernesto Luna, al escuchar la canción que según él aludía a su esposa, se paró de la cama, y aún con la limitada velocidad que le permitía su menguada humanidad, más menguada aún por su estado de embriaguez, salió a la calle con una bacinilla llena de un líquido mal oliente, y desde la privilegiada posición que le daba la altura del muro del antiguo lazareto, vació íntegro su contenido sobre la humanidad del pobre Rigoberto, al tiempo que lanzaba esta lenguaraz amenaza:
-¿Con quién es que usted se a escapar, desgraciado?
Rigoberto se violentó al sentir su ropa impregnada de un nauseabundo líquido, estrelló su guitarra contra el suelo, y salió resuelto en busca del autor del desaguisado, pero Cucufate lo contuvo, llevando en el forcejeo su ración de orín.
Impasible, el viejo Luna se devolvió al interior de su casa, para pedir explicaciones a su pobre esposa, quien hastiada de lidiar todo el día con su beodo consorte, ni estaba consciente de lo sucedido, ni estaba en disposición de hilvanar ninguna explicación, por tanto masculló una expresión incoherente.
A todas estas, el cobarde Rafael huyo del lugar de los acontecimientos, por el incierto camino del antiguo cementerio. Allí estuvieron largo rato Cucufate y Rigoberto, dándose mutuas explicaciones por lo sucedido. Para colmo de males, Flor no estaba esa noche en su casa, se había ausentado por razones familiares.
Al día siguiente, estalló el escándalo, aumentado exponencialmente por el chisme, a todo lo largo y ancho del barrio El Cortijo de Sarría y sus alrededores, dando lugar a murmuraciones y a las bajas pasiones muy propias de las lenguas viperinas. La reputación de Flor quedó en entredicho, por lo cual, su severo padre, le propinaría un vergonzoso regaño, prohibiéndole cualquier contacto con la Junta Pro Mejoras del barrio. Todo el mundo asumió su cuota de un complejo colectivo de culpa. Las viejitas rezanderas convocaron para esa misma tarde la expiación de ese pecado, a través de un extenso rosario a la virgen de Coromoto.
El austero don Salvador estalló en cólera, cancelando para siempre su participación en la Junta pro Mejoras. El acto cultural, tan larga y laboriosamente preparado, por supuesto que también se canceló, Por si a alguien le podría quedar alguna duda, clausuró la entrada de su casa a todos los posibles visitantes, mediante la colocación de un enorme candado
Todo ese proceso aconteció en vísperas del 18 de octubre de 1945. Pocos años después, camiones del INOS, del MOP y cuadrillas de la Gobernación del Distrito Federal, protagonizaron el tan deseado brinco histórico de remover la amarillenta tierra del barrio El Cortijo de Sarría, donde por décadas estuvieron enterrados cuerpos y almas casi insepultos, para sembrar en su lugar, tuberías metálicas para agua potable, tuberías de concreto para las aguas servidas y la empresa Electricidad de Caracas colocaría numerosos postes de alumbrado público.
El enorme muro del antiguo lazareto, contempló impasible el brinco histórico.
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