Por: Gilberto Parra Zapata
El onanismo mental y el desmedido apego al sexo que siempre acompañaron a la vida de Pomponio, llegó a extremos increíbles, y necesariamente tendría que hacer crisis en un determinado momento. Se trata de una espiral que comenzaría desde su infancia, con ese atavismo de mantener todo el tiempo su mano derecha palpándose sus genitales. En cuanto a su entorno social, su lujuria se exacerbaba ante su exagerada fijación, obsesa y fisgona, sobre cuantas pantaletas se atravesaran a su curiosa mirada. Dos polos de conducta que algún acucioso sicoanalista tendría que profundizar ante el hecho cierto de determinar el origen de esas manchas amarillentas en sus sábanas, también en las páginas de las revistas donde apareciera alguna damisela ligera de ropas.
Lo que nadie podría imaginarse es que tal fascinación, asumida por un joven que en otras circunstancias, con toda seguridad, pasaría desapercibido, fueron los sorprendentes desarrollos de ciertos hechos, entre curiosos y trágicos, que llegaron a convertirse en una desproporcionada trascendencia sobre la vida de toda una comunidad. Tal desenlace sería la confirmación de hipótesis sobre fenómenos culturales e idiosincráticos, muy arraigados en el imaginario de la sociedad, más aún, cuando tienen lugar, como en efecto lo fue, en el entorno urbano de un barrio humilde, cuyos habitantes suelen asumir pacatas conductas con relación al sexo.
En el caso particular de este personaje, influido por el legado secular de la cultura judeocristiana, era más que evidente su percepción exclusivamente erótica acerca de la condición femenina, valorando solamente los atributos físicos de la hembra, un desmedido interés exteriorizado a través de su muy perturbadora mirada sobre senos y entrepiernas. Sobre todo, le fascinaba la figura de una mujer embarazada.Muy poco probable sería, en razón de su edad para el momento en que comenzaban a recrudecer sus obsesiones eróticas, aunado además, a otros factores y prejuicios familiares y sociales, que alguna vez tuviera una verdadera relación sexual. O tal vez por eso mismo, sus complejos lo transformaban con frecuencia en un sedicente pinocho, contando sus mentiras a quienes quisieran escucharle, sobre supuestas aventuras amorosas, relatadas con detalles tan prolijos, que nadie se las creería, sobre todo cuando evadía la mirada de su interlocutor.
En medio de esos paliques, su exceso verbal lo condujo en varias ocasiones a cometer el muy costoso error de revelarle a determinados camaradas lengualargas, una cierta carencia en cuanto a la conformación física de sus genitales. Posteriores acontecimientos constituirían esa infidencia en una carga demasiado pesada para su desenvolvimiento social, de lo cual se arrepentiría amargamente. Además, era detodos conocida su proverbial timidez para relacionarse con las damas, que en su caso siempre se limitó a enamorarse platónicamente, a todo lo largo de su vida, de una vecina de su barrio, una joven muy hermosa, a quien nunca ni siquiera le dirigió la palabra. La interesada con toda seguridad lo intuía, pero tampoco hizo esfuerzo alguno por hacerse notoria.
Aunque nunca, que se sepa, tuvo sexo con animales, (cabras, marranas, perras, burras), lo cual sí practicaban los amigos de su edad en el barrio donde habitaba, era pública y notoria su desmedida curiosidad por las actividades reproductivas y la conformación de los respectivos órganos sexuales de esos animales. Se quedaba extasiado mirando las cópulas de los perros del barrio, sobre todo cuando el macho y la hembra al final del coito, quedaban “pegados”, en enredos de colas y patas, sin poder explicarse cómo ambos canes podían terminar el acto reproductivo en esa posición tan entreverada.
Su gusto cinematográfico se centraba en Marylín Monroe, su ícono de siempre, por lo tanto, le decepcionaba que al desnudo publicado en la revista Playboy, le hubieran ocultado sus senos, y que la escena de su falda levantada por la brisa, apenas dejara entrever sus muslos, apenas un poco más arriba de sus rodillas. Habría deseado que la brisa le levantara la falda hasta el punto de verle las pantaletas.
En cuanto al baile, le proporcionaba cierta envidia el que nunca aprendió a bailar, pues consideraba que el roce entre los cuerpos de las parejas, sobre todo con las suaves cadencias del bolero, así como los movimientos supuestamente lúbricos de un tango, simularían el protocolo de un coito. De igual manera, en cuanto a la danza, lefascinaba el Cancán francés a lo Moulin Rouge, y casi llegaba al orgasmo, al ver la forma rítmica cómo las coristas dejaban entrever sus pubis y sus glúteos, bien ceñidos por las enaguas
Además de cuanto material pornográfico cayera en su poder, su afanosa lectura se centraba preferentemente en las publicaciones supuestamente científicas, en particular la revista Sexología, de cuyo contenido, al no aparecer descrito según el lenguaje coloquial que él aspiraba encontrar, entonces trataba de decodificarlo con un diccionario en la mano. Se desconcierto crecía cuando allí se mencionaban términos tan extraños para él, como pene, vagina, coito, cuyos respectivos significados lexicales: miembro viril, relación carnal, órgano reproductivo femenino, etc., terminaban por confundirlo aún más. Un buen día, descubrió, a través de esa revista, con gran asombro, que las mujeres menstruaban. Ese mismo día quedó de una sola pieza, al descubrir para qué sirve el “modess”.
Su curiosidad lo impulsaba a Indagar sobre la conformación morfológica de los órganos sexuales de hombres y mujeres, curiosidad que satisfizo, al menos parcialmente, cuando contempló, a través de la exposición itinerante del MuseoDupuytren de París, las figuras humanas esculpidas en cera, en especial del pene, los testículos y del clítoris, y la explicación del impacto que tenían esos órganos sexuales sobre el orgasmo. De su visita a esa exposición, guardaba celosamente las fotografías e ilustraciones a todo color y con gran despliegue, que al efecto les fueran obsequiados a los visitantes. Para su decepción, comparaba esas ilustraciones con el tamaño y otros detalles de sus propios órganos sexuales.
El consumado rascabucheador de oficio, más allá de que, al entrar en la adolescencia, ya se había convertido en un obseso, se mantenía espiando a través de ventanas, o cazando picones en escaleras, o con un espejito en un zapato. Sin embargo, la gran oportunidad de convertirse en un voyeur, y contemplar esta vez “en vivo”, los órganos sexuales femeninos, le llegaría a través de una cierta circunstancia fortuita, cuando sus padres se mudaron, en calidad de inquilinos, a una casa de vecindad, donde a su vez, habitaban no menos de 10 mujeres jóvenes, quienes compartían un solo baño y un solo sanitario, separados ambos ambientes apenas por una delgada pared de ladrillos.
De inmediato diseñó una estrategia para espiar a las mujeres que utilizaban el cuarto de baño. Su sagacidad oportunista la dirigió a simular que estaría utilizando el sanitario, precisamente en el mismo momento cuando alguna de esas féminas estaba tomando una ducha. Simplemente, horadó un casi invisible agujero en la rústica pared divisoria, a la altura aproximadamente de un metro sobre el nivel del piso, obteniendo un panorama de visión perfecta de todo el ámbito del cuarto de baño, pero a su vez, ese visor sería lo suficientemente pequeño como para quedar muy bien oculto en las rugosidades de una pared sin frisar.
A partir de obsesas contemplaciones de cuerpos femeninos completamente denudos, el voyeur se solazaba con la amplia y plural gama de pubis, traseros y senos de cada una de esas 10 mujeres, a quienes llegó a conocer en los más mínimos detalles. Se los vacilaba a través del ballet propio de los espontáneos movimientos corporales cuando alguien toma un baño. Poses frontales o dorsales, imágenes de voluminosos o mezquinos glúteos; senos firmes o flácidos; poblados o rasurados montes de Venus; piernas gruesas o magras.
El uso de la pastilla de jabón, nueva o ya desgastada por el uso, al frotarse por elcuerpo, tenía para el fisgón un código de comunicación en medio de su calenturienta imaginación, quien tal vez lo asociaría con un extraño pene que a veces penetraba por la entrepierna. Acariciadas por el agua que emergía de la regadera, algunas de las bañistas daban vueltas y más vueltas, otras se quedaban casi inmóviles, extasiadas como en un trance, bajo la sensual caricia del agua, que solía arrastrar, como una sutil catarata, las espumas del jabón, a veces matizada con la sangre menstrual, que iban quedando atrapadas en los pliegues de la piel.
Pero el más notorio, importante y libidinoso objeto de placer para su infinita curiosidad, según fuera la conformación morfológica de las féminas, (magras, obesos, rellenitas), sería cuántos detalles podría apreciar sobre cada una de las respectiva vulvas, a veces bien ocultas entre los muslos, a veces apenas expuestas, otras veces muy visibles, cuando las bañistas tuvieran que abrir sus piernas.
Venciendo muy arraigados prejuicios morales, al principio sería una mágica diversión, pero de tanto contemplar la conducta de las bañistas, Pomponio había llegado hasta a individualizar, cual si se tratara del protocolo de un circo, el estilo personal de cada una de ellas, al momento de secar con la toalla su cuerpo húmedo, también el ritual de ponerse sus ropas. Como un striptease al revés, tenía minuciosamente identificados el modo personal de cada una de ellas al calzarse las pantaletas y el sostén. Observaba que casi todas, tal vez por instinto, ataban la toalla a la altura de su cintura, pero así mismo observó, para su decepción, cómo una de ellas, por cierto muy atractiva, presintiendo la fémina que tal vez estaba siendo observada por alguna mirada fisgona, lo cual, según el desarrollo posterior de los acontecimientos resultaría cierto, sencillamente, en lo que pudiera significar un cauto ejercicio de pudor, se cubría todo el cuerpo con la toalla.
Otro caso muy particular tocaba a otra de las damas, tal vez la de mayor edad, quien abreviaba demasiado el tiempo de su baño, actuando como si se tratara de un escape hacia ninguna parte, hecho que el mirón, erróneamente, asociaba con falta de cuidado a su higiene personal.
La curiosidad e inventiva de Pomponio lo llevó en una ocasión a invertir el “orden” de sus rascabucheos, y entonces, simulando tomar un baño, pretendió mirar hacia el sanitario, pero el acto de ver orinando o defecando a las mujeres, le produjo tanto asco, que en seguida desistió de seguir en esa práctica.
Algo que nunca perdió Pomponio, fue su increíble capacidad de disimulo, por el contrario, cada día más la afinaba más y más. Aprendió, casi con precisión de relojería, a elegir el momento oportuno de comenzar sus furtivos escrutinios, el tiempo de permanecer en el sanitario, pero sobre todo la “huída”, es decir, cuando debía salir de lo más orondo después de contemplar el erótico espectáculo.
También llegaría a conocer al dedillo los hábitos de cada uno de las bañistas, lo que le permitía afinar la frecuencia de sus rascabucheos, sin despertar sospechas, al menos así lo creía, cuando llegó hasta a elaborar una “agenda” con detalles de horas y frecuencias, a veces una sola vez, a los sumo dos veces cada día.
A todas estas, cabría preguntarse cuál sería la conducta de Pomponio mientras contemplaba extasiado el desfile de esos desnudos femeninos. Con toda seguridad los acompañaría con alguna respuesta sexual de u parte, ignorándose si se masturbaba, o en todo caso, si repetiría su hábito de toda la vida, al proceder solamente a palparse
los genitales. Sólo él podría dar una respuesta, pero se colige que, si ese fuere el caso, que no le sería muy grato la grotesca anormalidad en la conformación de sus órganos sexuales. Con mucha frecuencia, los comparaba con las ilustraciones de las figuras masculinas que modelaban el tan manoseado catálogo del museo de cera.
Durante cuánto tiempo practicaría Pomponio sus rascabucheos, ni él mismo lo sabría, pero todo llegó al final, cuando una de las afectadas, precisamente la que se cubría todo su cuerpo con la toalla, entró en muy bien fundadas sospechas y alertó a sus compañeras, quienes junto con ella, prepararon una celada y lo pillaron in fraganti, cuando, en comandita, , forzaron abrupta y violentamente la puerta del sanitario.
Un turbado Pomponio quiso reaccionar entre cínico, defensivo y perplejo, parándose rápidamente de la poceta y replicando en forma por demás retrechera a las supuestas intrusas, con estas airadas palabras:
-¿Qué pasa, no ven que estoy cagando?
Claro, a todas luces, resultaba un argumento traído por los cabellos, pues Pomponio había olvidado, para tratar de defenderse, un pequeño detalle, el de no tener los pantalones abajo, solamente era visible su entreabierta bragueta.
Dos de las damas lo abofetearon repetidamente, y tras violentos empujones fue a dar al centro del patio de la casa de vecindad. A la lamentable escena acudió en seguida su avergonzada madre, quien de inmediato la emprendió a correazos. Más tarde lo remató su padre, a fuerza de puñetazos.
Se armó soberano escándalo en ese barrio, habitado casi en su totalidad por familias muy humildes, casi todas hablachentas y malhabladas por naturaleza. Las lenguasviperinas de las comadres y de los lleva y trae, hacían sardónicos comentarios. Pomponio fue objeto de un unánime repudio por parte de las familias y el hazmerreir de todos los muchachos. Algunos hombres casi llegaron a lincharlo.
A su vez, las mujeres indignadas y avergonzadas por la vil invasión de su pudor, reclamaron airadamente a la dueña de la casa de vecindad por su aparente negligencia. Como secuela, casi todas las inquilinas fueron gradualmente desocupando las habitaciones, y ya nadie quiso alquilarlas de nuevo. Al poco tiempo, el negocio hubo de cerrar sus puertas.
Ese fue el momento cuando, cual reguero de pólvora, salió a relucir, para deleite de las lenguas envenenadas, la inoportuna e inocente confesión que Pomponio había revelado, desde siempre, a sus contertulios, con relación a la malformación congénita de sus genitales: ¡Poseía un sola bola!, la cual yacía visible, como nadando, en su maltratado escroto.
Burlonas expresiones comenzaron a escucharse con machacona frecuencia por todo el barrio
-Miren pues, al chiclano, tan serio que parecía.
Otra burla, dicha con toda la malévola intención:
-Le faltaron bolas para cogerse a esas mujeres.
Nadie podía estar tranquilo en esas circunstancias, menos aún el propio Pomponio, quien tal vez en su fuero interno se sentiría miserable, cargando con un tremendo sentimiento de culpa, para colmo absolutamente humillado y destruido en su autoestima, al considerarse a sí mismo como un sub hombre. Le perturbaba el aspecto de su escroto, arrugado e inútil, por la presencia de un solo testículo.
Casi de inmediato, su familia entró en pánico y se largó apresuradamente del barrio, dejando incluso abandonadas todas sus pertenencias, yendo a dar a su nativa Cumaná, donde piadosamente algunos familiares le darían alojo.
Fueron lamentables y variadas las secuelas que este tragicómico acontecimiento produjo en el barrio, hasta tal punto, que ya no fue más el mismo tranquilo vecindario de siempre. Podría decirse que hasta se perdió la inocencia colectiva.
Un barrio que para ese momento ya estaba urbanísticamente consolidado, cuyatoponimia describía bucólicos nombres en sus calles, ahora se vería hondamente trastocada, asociándolo con el detalle de la malformación genital de Pomponio. Tal fue el caso de una de esas calles, precisamente el escenario de la hazaña sexual de Ponponio, que entre ironías y sarcasmos, sus pobladores comenzarían a mofarse y a endosarle un trágico apodo.
La apoteosis de todo aquello, quedó confirmada y conformada algunos años más tarde, cuando, entre gallos y medianoche, una mano anónima removió la lámina de hojalata que rezaba Calle La Veguita, y la reemplazó por otra de la misma textura de hojalata, pero esmerada y magistralmente diseñada, con la inscripción Calle El Chiclano.
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