“Puedo dudar de la realidad de todo,
pero no de la realidad de mi duda”
Andre Guide
Cuando llegó el momento inevitable de la separación familiar, el viejo Rafael se llevó a vivir con él a Jesús, a un improvisado local comercial, la pequeña sala de una humilde vivienda en el barrio Sarría, muy cerca de la sala de cine de ese barrio, donde el viejo trabajaría ejerciendo su oficio de radiotécnico, reparando aparatos de radio y otros electrodomésticos, y en esas largas horas de ociosidad en que el viejo no tenía trabajo, entonces de dedicaba a su muy arraigado hábito de leer las monografías rosacruces, haciendo inauditos esfuerzos visuales, con sus gruesos lentes de carey cabalgando al borde de su puntiaguda nariz, acompañando la lectura con movimientos apenas perceptibles de sus labios, como en un trance. Mientras tanto, Jesús, sin nada que hacer, dado que le habían prohibido salir a la calle, pues durante ese tiempo tampoco asistía a la escuela, lo observaba en silencio, sin atreverse a interrumpirlo. Sin embargo, allá en sus adentros, el mismo nombre rosacruz, combinación de dos íconos que se le antojaban misteriosos, como lo son la tersura de la rosa ligado al poder de la cruz, a su entender necesariamente estaría asociado a fenómenos paranormales absolutamente incomprensibles para su limitados conocimientos del arte de vivir.
Pero un día, haciendo acopio de valor, a sabiendas que el viejo se disgustaría, se atrevió, a todo riesgo, a preguntarle:
-Papá, ¿Qué tanto lees, qué es eso de rosacruz?
El viejo, con visible molestia, desvió del papel sus miopes ojos y mirando fijamente a su hijo, le dio por toda respuesta, haciendo acopio de una pretenciosa ostentación de soberbia, esta frase que lo marcaría por el resto de su vida:
-Esto es un gran secreto, son los arcanos, no te lo puedo decir hasta que tu, al igual que yo, te ordenes de Summum Supremum Sanctorum.
Esta frase, tan extraña, para él incomprensible, tan recargada de latinazos, le sonaría al pobre muchacho como un latigazo en pleno rostro, quedando más anonadado y confuso que nunca, pero en medio del temor que le inspiraba su padre déspota, cerró con su silencio, uno de los pocos diálogos que a lo largo de su vida sostendría con el viejo Rafael.
Poco tiempo después, sin avisarle a nadie, el introvertido anciano, emprendió desde Caracas, una caminata hacia ninguna parte, sin rumbo fijo, pero por razones que él solo conoció, se encaminó hacia el oriente del país, pero no recorrió mucho espacio, apenas hasta Guatire, donde alguien encontró su cadáver a la sombra de una ceiba, extrañamente incorrupto, no obstante que para ese momento tendría una data de muerte de por lo menos una semana, en una circunstancia en que ni siquiera las aves carroñeras se atrevieron a acercársele. Todos los que lo conocieron, pero con más razón Jesús, asociaron este hecho singular al misterio con que siempre rodeó su afiliación, más bien fanatismo, hacia la secta rosacruz. Las autoridades eclesiásticas de Guatire le negaron cualquier oficio religioso al difunto, quien al final fue sepultado en una tumba anónima en el cementerio del pueblo.
A partir de allí, el adolescente Jesús, totalmente desorientado, semi analfabeta, sin ninguna experiencia en la vida, sin dominar ningún oficio, sin ningún domicilio donde refugiarse, solo y desamparado, emprendió su propia aventura de vivir. Sus pasos se dirigieron entonces en busca de los amigos que trabajaban en el cine Sarría, una sala propiedad del señor Cardona, un empresario español, quien a pesar que lo habría visto un par de veces, contrató sus servicios en calidad de bedel y de la mensajería para ir a buscar y a cambiar las pesadas cajas de metal que contenían las rebobinadas cintas cinematográficas.
Alguna habilidad tendría Jesús para los trabajos manuales, ayudada sin duda a través de la observación silenciosa, durante años y años del trabajo que realizaba su padre, pues rápidamente aprendió las funciones básicas de proyeccionista de cine. Entonces, diariamente, una vez que concluía la dura tarea de dejar limpios los baños de la sala de cine, de hacer los mandados domésticos del señor Cardona, ya de regreso de la cotidiana visita a la empresa distribuidora de las películas, entonces se instalaba de mirón en la sala de proyección, observando atentamente los movimientos de sus camaradas proyeccionistas, a quienes auxiliaba diligentemente, siempre con la idea fija de asumir algún día ese trabajo, el cual comenzó para él a constituirse en una meta de su vida
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Sin embargo, la primera vez que Jesús traspasó las puertas de una sala de cine, tendría 18 años. Entró a las cinco de la tarde, pero prolongó su permanencia hasta las nueve de la noche, pero a pesar de las horas transcurridas, no prestó casi ninguna atención a la película, es más, nunca recordó la trama. Lo que sí le impresionó en medio de la penumbra, fue el haz de luz que emergía desde la sala de proyección, cruzaba el ámbito de la sala de cine y se proyectaba en el níveo tapiz de la pantalla. No le quitaba la vista de encima a ese revolotear de las partículas de polvo, vistas al trasluz, los fotones que flotaban por el aire reflejadas en esa lumbre, ese movimiento de oscilación de las partículas de polvo que a él se le antojaban un ballet de miles de mariposas blanquecinas en su vuelo inquieto. No se le ocurría otra cosa que imaginarse que se trataba de una rosa y una cruz que el viejo Rafael dirigía, donde quiera que se encontrara, desde algún lugar oculto, en este caso no como antes, con una interna, sino con un proyector cinematográfico
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La visión de esa luz cruzando el éter, asociado a la magia del cinematógrafo, una caja negra con unos lentes y una rueda giratoria a un costado para rebobinar una y otra vez, las cintas de celuloide, era algo que le fascinaba, más aún al ver que las células fotoeléctricas viajaran impulsadas por una fuerza motriz que trasmitía las imágenes ampliadas a lo largo de una distancia de por lo menos 40 metros, magnificando la imagen grabada y el sonido de las películas. Por instinto, no exento de malicia, también aprendería las mañas, las buenas y las malas, para manejar las intríngulis del oficio, tales como pegar cintas rotas, pero también recortarlas a propósito, siempre en beneficio del dueño del negocio, en abierta contradicción de los intereses del los espectadores, quienes solían reaccionar con violentas protestas verbales, que a veces culminaban con las destrucción parcial de las butacas de la sala de cine.
Más allá de los afanes del oficio de proyeccionista, aún llegado al punto cuando el hábito termina por borrar la conciencia, y entonces los reflejos pavlovianos devienen en reacciones automáticas, solo entonces la atención de Jesús pudo centrarse en la trama de las películas, casi todas mexicanas, pero también esporádicamente argentinas y cubanas, más raras aún las venezolanas. Una vez que traspasó ese umbral, entonces y sólo entonces reparó Jesús que más allá de la memoria de su arbitrario padre, existían otras realidades, en este caso fantasiosas realidades que lo hacían abstraerse de sus agudos problemas cotidianos, la dura lucha por su supervivencia que lo hacía caer con demasiada frecuencia en depresiones. Su eterna preocupación de qué, cómo y dónde comer, dónde pasar la noche, la hostilidad de una incipiente delincuencia en el barrio Sarría, mal entretenidos sujetos que lo acosaban o a veces lo tentaban a delinquir; las prostitutas del barrio, que se burlaban de él por no poseer ni un centavo para el trato sexual.
Al comparar su propia realidad con las fantasiosas realidades de las películas, entraba en las crueles contradicciones al contrastar su suerte con las de gentes aparentemente felices y satisfechas con la vida, en este caso, los crueles terratenientes y hacendados que dictaban su ley en el mundo de las películas; pero en contraposición a ellos, los héroes románticos que luchaban por corregir esas injusticias en contra de los pobres, con quienes entonces Jesús establecía una corriente de solidaridad automática, al compararse a sí mismo con esos desheredados de la fortuna. A su vez, sentía envidia y admiración por el éxito de esos actores-cantantes que seducían a hermosas mujeres, en medio de románticas serenatas a la luz de la luna, debido solamente a ser dueños de voces privilegiadas. Esos galanes encogían el corazón de la mujer objeto, a través de canciones con un discurso sibilinamente romántico, teñido con ese machismo subyacente, que tanto le recordaban la mezquina actitud de su padre. Todo ese complejo tejido de circunstancias que imbricaban ambos mundos, el suyo tan miserable y carente de algún sentido humano, en contraste con los protagonistas de las tramas de las películas, fue llevando paulatinamente a Jesús en la agónica búsqueda de su esquiva redención, a refugiarse cada vez profundamente en el mundo de las películas.
A todas estas, ¿Cómo se imaginaría Jesús, en medio de sus delirios, a México, país donde se fabricaban las películas? ¿Estaría enterado Jesús siquiera de la ubicación geográfica de México? Seguramente que no, pero eso era irrelevante, lo que a él realmente le interesaba a como diera lugar, era relacionarse con ese mundo, vivir las tristezas y alegrías de los protagonistas de las películas, transformarse en un actor, con su traje de charro y sus pistolas, cantar con los mariachis, relacionarse con esas hermosas mujeres, beber tequila y mexcal en lugar de la cerveza y ron que solía consumir, imitar a Pancho Villa, quien montaba a caballo por las llanuras infinitas de Sonora y Sinaloa, vivir como los charros que hacían de Jalisco su patria y su hogar
Un buen día, vista la dedicación de Jesús a su trabajo y también por otras razones personales, el señor Cardona le propuso pasar las noches en calidad de vigilante, en la sala de cine. Bendita decisión, pues ya no pasaría las noches al descampando, simplemente extendería una colchoneta en la sala de proyección y allí se echaría a dormir. Eso creería el señor Cardona, pero Jesús aprovecharía esas horas perdidas para comunicarse en forma muy cálida, muy personal, muy intima, con esos actores-cantantes que tanto admiraba y envidiaba, entre otros, con Pedro Infante, con Jorge Negrete, con Tito Guízar, con Miguel Aceves Mejías, con Tony Aguilar.
Mientras el barrio Sarría dormía plácidamente, en el interior de la sala de cine, una vez que el público y los demás empleados se habían marchado, sencillamente Jesús procedía a rebobinar la cinta de celuloide, encendía el proyector, pasaba la película, y en medio de la penumbra cómplice, sostenía diálogos interminables, como si se tratara de dos viejos amigos con el protagonista principal de la película que ese día se había proyectado en el cine.
Una de esas tantas veces, después de proyectar la película El Milamores, la especial simpatía que se profesaban mutuamente él y Pedro Infante, de tanto verse desde adentro y desde afuera de la pantalla, los llevaría a sostener este bizarro palique que se prolongaría hasta el amanecer:
-Oye, Pedro, ¿luego luego cómo te va? – Inquiría Jesús con un malicioso mohín.
-Pos bien, mi cuate. –respondía Pedro Infante.
- ¡Ijole!....¿Al fin te casas o no te casas con Silvia Pinal? Mira que esa Silvia está rechula, todo el mundo en la película se dio cuenta que ustedes están enamorados. –y a continuación, para reforzar sus palabras, le referiría algunas escenas románticas de la película.
-Eso hay que celebrarlo con un tequila, -respondería Pedro, evadiendo la engorrosa pregunta.
Escenas como esas, situaciones como esas, febriles diálogos como ese, impulsados al calor de una rosa y una cruz, habrían tenido lugar noche tras noche, teniendo a Jesús y al actor de turno como protagonistas, hasta que algún transeúnte de ocasión pondría en autos al señor Cardona acerca de extraños movimientos que todos los días, en horas de la madrugada, a lo largo de muchos meses, tendrían lugar en el interior de la sala de cine, por lo cual, un buen día, lleno de suspicacia, acudió a su negocio, para poner todo al descubierto.
¡Precisamente esa noche, en el colmo de su paroxismo, en su frenética ansiedad de comunicarse con Pedro Infante, el inefable Jesús se pondría al descubierto del señor Cardona, al olvidarse apagar el llamativo aviso luminoso de neón que daba a la calle Real de Sarría, colocado en la pared exterior del local!
(1) Ganador del II concurso “Cuéntame el Cine”, convocado por el Centro Nacional de Cinematografía, (Puerto La Cruz, diciembre 2009)
Sitio web de la imagen:http://listas.20minutos.es/lista/las-10-mejores-peliculas-de-pedro-infante-70640/
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