miércoles, 30 de agosto de 2017

LA ROSA Y LA CRUZ DE UNA ESCENA (1)



“Puedo dudar de la realidad de todo, 
pero no de la realidad de mi duda”

Andre  Guide



El viejo Rafael Tovar sirvió la escena  a través de un fatal sortilegio fílmico, para que sus cinco hijos, todos varones,  recibieran de la vida una sonora bofetada.  Cada madrugada, después de  pasarse horas enteras  leyendo las monografías rosacruces   que le llegaban vía correo certificado,  se  trasladaba  con una linterna sorda encendida   hasta el cuarto donde dormían esos muchachos,  para asegurarse que todos ellos  habían llegado a la casa,  que se habían acostado, pero  que además estuvieran  dormidos.  Esa escena de un padre que a lo largo de su vida había sido absolutamente indiferente hacia la  suerte de todos ellos,  un padre que  hizo todo lo posible por amargarles la vida,  esas horas negras jamás  se le olvidarían a Jesús, quien por el resto de su  existencia arrastraría  la pesadilla de  la visión,  en la  alta madrugada, del haz de luz de una linterna encendida  que se  proyectaba  directamente  sobre su rostro, viendo interrumpido su descanso de esa manera tan brusca.   Esa escena creó en  Jesús el pavloviano reflejo de una cruel  dominación sobre su espíritu   sumiso   Más tarde en su vida, como proyeccionista en las salas de cines donde le tocaría   trabajar,  por efecto de ese mismo reflejo condicionado, todo el tiempo estaría comparando   las escenas  que se proyectaban  en la pantalla,  ese haz de luz que cruzaba el éter desde la ventanilla de la sala de proyección hasta la pantalla donde se reflejaban las imágenes,   con la lumbre   de la linterna que durante tantos años le interrumpió su descanso y le frustró los   sueños que alguna vez pudo haber abrigado.
   
Cuando llegó el momento inevitable de la separación familiar, el viejo Rafael se llevó  a vivir con él a  Jesús, a un improvisado local comercial, la  pequeña sala de una  humilde vivienda en el barrio Sarría, muy cerca de la sala de cine de ese barrio,  donde el viejo trabajaría ejerciendo su oficio  de radiotécnico, reparando aparatos de radio y otros electrodomésticos, y en esas largas horas de ociosidad en que el viejo no tenía trabajo, entonces de dedicaba  a su muy arraigado  hábito  de leer las monografías rosacruces, haciendo inauditos  esfuerzos visuales, con  sus  gruesos lentes de carey cabalgando al borde  de su  puntiaguda nariz, acompañando la lectura con movimientos apenas perceptibles de sus  labios, como en un trance.  Mientras tanto,  Jesús,   sin nada que hacer,  dado que le habían prohibido  salir a la calle, pues   durante  ese tiempo tampoco  asistía a la  escuela, lo observaba en silencio, sin atreverse a interrumpirlo. Sin embargo, allá en sus adentros,   el mismo nombre rosacruz, combinación de dos íconos que se le antojaban  misteriosos,  como lo son la tersura de la rosa ligado al  poder de la cruz, a su entender necesariamente estaría  asociado a fenómenos  paranormales absolutamente incomprensibles  para su limitados conocimientos del arte de vivir.
     
Pero un día, haciendo acopio de valor, a sabiendas que el  viejo se disgustaría, se atrevió,   a todo riesgo, a preguntarle:

-Papá, ¿Qué tanto lees, qué es eso de rosacruz?
El viejo,  con visible molestia,  desvió del papel  sus  miopes  ojos y mirando fijamente a su hijo, le dio por toda respuesta, haciendo acopio de una pretenciosa ostentación de  soberbia, esta frase que lo  marcaría por el resto de su vida:
  
-Esto es un gran secreto, son los arcanos, no te lo puedo decir hasta que tu, al igual  que yo,  te ordenes de    Summum Supremum  Sanctorum.

Esta  frase, tan  extraña,  para él incomprensible, tan recargada de latinazos,    le sonaría al pobre muchacho como un latigazo en pleno rostro,  quedando  más anonadado y confuso que nunca,  pero en medio del temor que le inspiraba su padre déspota, cerró  con su  silencio,   uno de los pocos diálogos que  a lo largo de su vida sostendría con el viejo Rafael.
     
Poco tiempo después, sin avisarle a nadie,   el introvertido anciano,  emprendió desde Caracas,  una caminata hacia ninguna parte, sin rumbo fijo,  pero por razones que él  solo conoció,  se encaminó hacia el oriente del país, pero no  recorrió mucho espacio, apenas hasta Guatire, donde  alguien encontró  su cadáver  a la sombra de una ceiba, extrañamente incorrupto, no obstante  que para ese momento  tendría   una data de muerte de  por lo menos una semana, en una circunstancia   en  que ni siquiera las aves carroñeras se atrevieron a acercársele.  Todos los que lo conocieron, pero con más razón Jesús,  asociaron este hecho singular al misterio con que siempre rodeó su afiliación, más bien fanatismo,  hacia la secta rosacruz.  Las autoridades eclesiásticas de Guatire le negaron cualquier oficio  religioso  al difunto, quien  al final fue sepultado en una tumba anónima en el  cementerio del  pueblo.

A partir de allí,  el adolescente Jesús, totalmente desorientado, semi  analfabeta, sin ninguna experiencia en la vida, sin dominar ningún oficio, sin ningún domicilio donde refugiarse,  solo y desamparado,  emprendió su propia aventura de vivir.   Sus pasos se dirigieron entonces  en busca de los amigos que trabajaban en  el cine Sarría, una sala  propiedad del señor  Cardona,  un  empresario español, quien a  pesar que  lo habría visto un par de veces, contrató sus  servicios en calidad de bedel y de la mensajería  para ir a buscar y a cambiar las pesadas  cajas de metal que  contenían  las  rebobinadas cintas cinematográficas.   

Alguna habilidad tendría Jesús para  los trabajos manuales, ayudada sin duda a través  de la observación silenciosa, durante años y años   del trabajo que realizaba su padre,  pues rápidamente aprendió las funciones básicas de proyeccionista de cine.   Entonces, diariamente, una vez que concluía la dura tarea  de dejar limpios los baños de la sala de cine, de hacer los mandados domésticos del señor Cardona, ya de regreso  de  la cotidiana visita a la empresa  distribuidora de las películas,  entonces se  instalaba de mirón en la sala de proyección, observando atentamente los movimientos de  sus  camaradas  proyeccionistas, a quienes auxiliaba diligentemente, siempre con la idea fija de asumir algún día ese trabajo, el cual  comenzó para él a constituirse en una meta de su vida
.  
Sin embargo, la primera vez que Jesús traspasó las puertas de una sala de cine, tendría  18  años. Entró a las cinco de la tarde, pero  prolongó su  permanencia hasta las nueve  de la noche, pero a pesar de las horas transcurridas,  no prestó casi ninguna  atención a la película, es más, nunca recordó  la trama. Lo  que sí  le impresionó  en medio de  la penumbra,  fue el haz de luz que emergía desde la sala de proyección, cruzaba el ámbito de la sala de cine y se proyectaba en el níveo tapiz de la pantalla. No le quitaba la vista de encima a ese revolotear de las partículas de polvo, vistas al trasluz, los fotones  que flotaban por el aire reflejadas en esa lumbre, ese movimiento de oscilación de las partículas de polvo que a él se le antojaban un ballet de miles de mariposas blanquecinas en su vuelo inquieto. No se le ocurría  otra cosa que imaginarse que se trataba  de una  rosa y una cruz que el viejo Rafael dirigía, donde quiera que se encontrara,  desde algún lugar  oculto, en este caso no como antes, con una interna,  sino con un proyector cinematográfico
.    
La visión  de esa luz cruzando el éter,  asociado  a la magia del cinematógrafo, una caja negra  con unos lentes y una rueda giratoria a un costado para rebobinar una y otra vez, las cintas  de celuloide, era algo que le fascinaba, más aún al ver  que las   células fotoeléctricas viajaran impulsadas por  una fuerza motriz  que  trasmitía las imágenes ampliadas a lo largo  de  una distancia de por lo menos 40 metros, magnificando  la imagen grabada y el sonido de las películas. Por instinto,  no exento de malicia, también aprendería las mañas, las buenas y las malas,  para manejar las intríngulis  del oficio, tales como pegar cintas rotas, pero también recortarlas a propósito, siempre en beneficio del dueño del negocio,  en abierta contradicción de los intereses del los espectadores, quienes  solían reaccionar con violentas protestas verbales, que a veces culminaban   con las destrucción parcial de las butacas de la sala de cine.

Más allá de los afanes del oficio de proyeccionista, aún llegado al punto cuando el hábito termina por borrar  la conciencia, y entonces los reflejos pavlovianos  devienen en reacciones automáticas, solo entonces la atención de Jesús  pudo centrarse en la trama de las películas,  casi todas  mexicanas, pero también   esporádicamente argentinas y cubanas,  más raras aún las venezolanas.  Una vez que traspasó ese umbral, entonces y   sólo entonces reparó Jesús  que más allá de  la memoria de su arbitrario  padre,  existían otras  realidades, en este caso fantasiosas realidades que lo hacían abstraerse de sus agudos  problemas cotidianos, la dura lucha por su supervivencia que lo hacía caer con demasiada frecuencia en depresiones.  Su eterna preocupación de qué, cómo y dónde  comer, dónde pasar la noche, la hostilidad de una incipiente delincuencia en el barrio Sarría, mal entretenidos sujetos que lo acosaban  o a veces lo tentaban a delinquir;  las prostitutas del barrio,  que se burlaban de él por no poseer ni un centavo para el trato sexual. 

Al comparar su propia realidad con las fantasiosas realidades de las películas, entraba en las crueles contradicciones al contrastar su suerte con las de   gentes aparentemente felices y satisfechas con la vida, en este caso,  los crueles  terratenientes y hacendados  que dictaban su ley en el mundo de las películas; pero en contraposición a ellos,  los héroes románticos que luchaban por corregir esas injusticias en contra de los pobres, con quienes entonces Jesús establecía una corriente de solidaridad automática, al compararse a sí  mismo con esos desheredados de la fortuna.  A su vez,  sentía envidia y admiración por el éxito de esos actores-cantantes  que seducían a   hermosas mujeres,  en medio de románticas serenatas a la luz de la luna, debido solamente a  ser dueños de  voces  privilegiadas. Esos galanes  encogían el corazón de la mujer objeto,  a través de  canciones con un discurso sibilinamente romántico, teñido con   ese machismo subyacente, que tanto le recordaban la mezquina actitud de su padre. Todo ese complejo tejido de circunstancias que imbricaban ambos mundos, el suyo tan miserable y carente de algún sentido humano,  en contraste con los protagonistas de  las tramas de las películas, fue llevando paulatinamente a Jesús en la  agónica búsqueda de su esquiva redención, a refugiarse cada vez profundamente en el mundo de las películas. 

A todas estas,  ¿Cómo se imaginaría Jesús, en medio de sus delirios,  a México, país donde se fabricaban las películas? ¿Estaría enterado Jesús siquiera  de  la ubicación geográfica de México?  Seguramente que no, pero eso era irrelevante, lo que a  él realmente le interesaba  a como diera lugar, era relacionarse con ese mundo, vivir las tristezas y alegrías de los  protagonistas de las películas, transformarse en un actor,  con su traje de charro y sus pistolas, cantar con los mariachis, relacionarse con esas hermosas mujeres, beber tequila y mexcal en lugar de la cerveza y ron que solía consumir, imitar a Pancho Villa, quien  montaba  a caballo por las  llanuras infinitas  de Sonora y Sinaloa, vivir  como los charros que hacían  de Jalisco su patria y su hogar 
   
Un buen día, vista la dedicación de Jesús a su trabajo y también  por otras razones personales, el señor Cardona le propuso  pasar las noches en calidad de vigilante,  en la sala de cine.  Bendita decisión, pues ya no pasaría las noches al descampando, simplemente extendería  una colchoneta en la sala de proyección y allí se echaría a dormir.  Eso creería el señor  Cardona, pero Jesús aprovecharía esas horas perdidas para comunicarse en forma muy cálida, muy personal, muy intima, con esos actores-cantantes que tanto admiraba y envidiaba, entre otros,  con Pedro Infante, con Jorge Negrete, con Tito Guízar,  con Miguel Aceves Mejías, con Tony Aguilar.

Mientras el barrio Sarría dormía plácidamente,  en el interior de la sala de cine, una vez que el público y los demás empleados se habían marchado, sencillamente  Jesús procedía a rebobinar la cinta de celuloide,  encendía  el proyector,  pasaba  la película,  y en medio de la penumbra cómplice, sostenía  diálogos interminables, como si se tratara  de dos viejos amigos   con el protagonista principal de la película que ese día se  había proyectado en el cine. 

Una de esas tantas veces, después de proyectar la película El Milamores, la especial simpatía que se profesaban mutuamente él y Pedro Infante,  de tanto verse desde adentro y desde afuera de la pantalla, los llevaría a sostener  este   bizarro  palique   que se prolongaría  hasta el amanecer:
  
-Oye, Pedro, ¿luego luego cómo te va? – Inquiría Jesús  con un malicioso mohín.
 -Pos bien, mi cuate. –respondía  Pedro  Infante.  
- ¡Ijole!....¿Al fin te casas  o no te casas con Silvia Pinal?  Mira que esa Silvia está rechula, todo el mundo en la película se dio cuenta que  ustedes están enamorados. –y a  continuación, para reforzar sus palabras,  le  referiría   algunas escenas románticas de la película.

-Eso hay que celebrarlo con un tequila, -respondería  Pedro,  evadiendo la engorrosa  pregunta.

Escenas como esas, situaciones como esas, febriles  diálogos como ese, impulsados al calor de una rosa y una cruz, habrían tenido lugar   noche tras  noche, teniendo a Jesús y  al actor de turno como  protagonistas, hasta que algún transeúnte de ocasión pondría en autos   al señor  Cardona acerca  de extraños movimientos  que todos los días, en horas de la madrugada,  a lo largo de muchos meses, tendrían  lugar en    el interior de  la sala de cine,   por lo cual, un buen día,  lleno de suspicacia, acudió a su negocio, para poner todo al   descubierto. 

¡Precisamente esa noche, en el colmo de su paroxismo, en su frenética  ansiedad de comunicarse con Pedro Infante,  el inefable Jesús se pondría  al descubierto del señor Cardona,  al olvidarse  apagar el llamativo  aviso luminoso de neón que daba a la calle  Real de Sarría, colocado en la pared exterior del local!  
  
(1) Ganador del II concurso “Cuéntame el Cine”, convocado por  el Centro Nacional de Cinematografía, (Puerto La Cruz, diciembre 2009)


Sitio web de la imagen:http://listas.20minutos.es/lista/las-10-mejores-peliculas-de-pedro-infante-70640/

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