Demasiados sinsabores seguramente habría sufrido Bartolo a lo largo de mucho tiempo, para sostener a pulso, siendo apenas un novato, su salón de barbería. Esto fue posible solamente a partir del punto de quiebre cuando su espíritu de lucha comenzó a fortalecerse al superar el trauma del aprendiz que soportaba las burlas de Fígaro, quien con harta frecuencia lo humillaba, pues con cierta soberbia le echaba en cara su minusválida condición, al escuchar a cada rato esta bizantina tonada:
-.Soy un barbero….de calidad….de calidad.
De parte de Fígaro, hábil barbero andaluz, con mucha experiencia en su oficio ejercido durante años y años en la propia plaza de Sevilla, estaba clara su intención de humillar a Bartolo, poniendo de relieve, cual si fuera un estigma, su condición de maestro, pues así vengaba en las costillas de su pupilo, las mismas humillaciones que a su vez él habría sufrido en esos duros años previos a la guerra civil española. De no haber sido así, si por algún motivo Bartolo se hubiera mostrado rebelde ante su instructor, tendría que estar muy consciente que Fígaro lo habría reprobado en el examen y por tanto jamás habría pasado la prueba exigida para ejercer el oficio por parte del Sindicato de Barberos y Peluqueros del Distrito Federal y Estado Miranda.
De todas maneras, el código muy bien definido del ejercicio profesional para el cual Bartolo fue entrenado por Fígaro, establecía que un salón de barbería sería poco menos que un templo masculino, donde no sólo estaba vedada la entrada para las mujeres, sino que además la relación entre el barbero y el cliente debía limitarse a una mera operación mercantil, por lo tanto, nada de conversaciones que no fuera lo estrictamente necesario para cumplir con el ritual del corte de pelo y rasurar la barba.
Así las cosas, el tenaz Bartolo, con admirable laboriosidad y haciendo acopio de infinitos sacrificios, logró montar un modesto salón de barbería en un barrio de Caracas. Pero, poco tiempo después, por un golpe de suerte o como fuere, la joven Rosina, hija única de un inmigrante napolitano, barbero retirado, se había enamorado del novel barbero, en vista de lo cual, el padre de la joven, en un gesto de desprendimiento, le traspasó a título gratuito, su salón de barbería establecido en el Pasaje Zingg, en pleno centro de Caracas, emblemático centro comercial, cuya principal novedad y atractivo, era contar dentro de sus instalaciones, con la primera y hasta ese momento única escalera mecánica en la emergente ciudad. La rústica escalera funcionaba casi con la misma endemoniada fuerza de una montaña rusa, por lo cual los usuarios tenían que sostenerse muy firmemente, so pena de sufrir una aparatosa caída. Lo que nadie se imaginaba es que, a partir de ciertos acontecimientos sucedidos en ese salón de barbería, la historia del arte barberil en Caracas, para no hablar de todo el universo, por obra y gracia de esa escalera, habría de sufrir un espectacular viraje.
Ese salón de barbería y esa escalera mecánica, marcarían el auge y caída de Bartolo en su saga de barbero. El ascenso llegó al clímax cuando un cierto personaje de su incumbencia, cegado por los celos hacia la relación amorosa entre él y Rosina, pudo fácilmente trepar por las escaleras, pero con la misma facilidad, al momento de su brusco descenso, el susodicho personaje sufriría la tan temida voltereta, y al rodar escalones abajo, no sólo pondría al descubierto ciertas debilidades humanas, sino que además arrastraría a Bartolo y también con él a su salón de barbería, hacia su definitiva extinción.
Pero no sólo humillaciones sufriría Bartolo de su mentor andaluz, también aprendería que una cosa es el machismo militante de los clientes masculinos que eventualmente acudirían a su barbería, fáciles de manejar, pues se trata de cabezas de poco pelo y lenguas de poca extensión y recorrido, pero otra cosa, totalmente inédita para ambos, es la muy compleja situación que inesperadamente tendría que afrontar con una bizarra clientela, que en un momento dado comenzó a frecuentar su negocio, en este caso, especímenes de larga cabellera, lenguas viperinas, pero sobre todas las cosas, cortas ideas de coquetería, chismes y maledicencias.
Sucede y acontece, que pronto se haría evidente para Bartolo que una sola silla no bastaría para manejar la exigente clientela de dos mundos tan diametralmente opuestos. Tendría a todo evento que, no obstante el reducido espacio, duplicar su mundo, montando en su negocio una nueva silla, constituyendo a partir de allí, dos mundos brutalmente divididos, por una parte, un espacio muy austero, reducido apenas a peines, brochas, hojillas, crema de afeitar y navajas, en contraste con el otro mundo, repleto de afeites, cepillos, lociones, perfumes, champús, tintes, agua oxigenada, acetonas, esmaltes de uñas, secadores de pelo y profusión de espejos para que esa nueva clientela pudiera mirarse, en forma muy minuciosa, cada ángulo y espacio de su cuerpo.
Así las cosas, el primer mundo estaba dotado apenas de una silla muy utilitaria, firmemente fijada en el piso, pues nunca habría necesidad de reclinarse hacia el austero lavamanos color blanco, colocado justo detrás de esa silla. En contraste, el otro mundo, infinitamente más complejo, tendría que estar dotado de un sillón de otra categoría, casi un reclinable trono real, donde sumisas cabezas se inclinarían hacia un sofisticado lavamanos color rosado, para recibir duchas de aguas lustrales que escurrirían entre espumas y burbujas, una obligada secuela de champús, acondicionadores y tintes.
El primer mundo, para el cual Bartolo había sido entrenado por Fígaro, era muy sencillo de manejar, pues todo comenzaba con la muy pragmática requisición del cliente hacia cómo deseaba el corte de pelo, y terminaba algunos minutos más tarde, con el pago de la tarifa previamente acordada por el servicio recibido. En suma, un acto esencialmente mercantil, rodeado de un espeso silencio solo perturbado por el ruido de la afeitadora eléctrica y el áspero roce de la navaja al moverse a contrapelo en la cabeza y barba del cliente.
El otro mundo, en cambio, es una periquera de chismes, comentarios intrascendentes, recelos, mucho guillo, actitudes defensivas, una constante afirmación del mundo interior de cada cliente, un sedicente monólogo que fatalmente recaía en un diálogo de sordos. Al final de todo, al llegar el momento del pago por los servicios recibidos, entonces tendría lugar una infinita profusión de ítems de la más variada índole, salpicada por quejas, suplicas e insistentes regateos.
Para asombro de todos, haciendo gala de una gran astucia, Bartolo rápidamente asimiló en forma magistral ambos mundos, con la gracia y el salero aprendidos de su maestro Fígaro. Con admirable profesionalismos, aprendería a callar cuándo era oportuno hacerlo y cuándo era menester hablar, pues entonces hablaría hasta por los codos.
A pesar del tiempo transcurrido, todavía resonaba en los oídos de Bartolo, las palabras que con tanta frecuencia repetía su mentor
-Soy un barbero de calidad… de calidad. Fígaro aquí, Fígaro allá.
Tampoco se le olvidaba las anécdotas que le relataba su maestro, sobre todo cuando sus clientes lo requerían con una agónica prisa, profiriendo el ritual grito de:
-Fígaro, Fígaro, Fígaroooo, - presto acudía entonces el diligente andaluz a tan urgente requisitoria.
Simultáneamente pensaba que ese requerimiento formaba parte de un ritual mucho más complejo, expresado a través de la muy manida frase:
-Una voce poco fá.
Pero la fortuna de Bartolo daría otro giro totalmente inesperado, en el momento mismo cuando las cosas empezaron a complicársele, aún para un profesional del arte barberil tan diestro como llegaría él a convertirse con el tiempo. Todo comenzó cuando el perfil de su clientela comenzó a mostrar ciertos matices muy ajenos a lo que él estaba acostumbrado a manejar. Se trataba ahora de una extraña clientela dotada, por una parte, de cuerpos que exhibían cabelleras muy largas y ademanes suaves, peor aún, al advertir que también acudían otros cuerpos que actuaban con ademanes muy rudos. Ante semejante contraste de situaciones, que le representarían un formidable reto, justo es reconocerlo, Bartolo reaccionó favorablemente, pero su mayor preocupación es que en su muy modesto salón no tendría espacio físico suficiente donde acomodar una tercera, mucho menos una cuarta silla y de esa manera complacer, simultáneamente, las bizarras actitudes de cuatro mundos. ¡Ya era demasiado el atender dos mundos tan contrastantes!.
Ante semejante reto, Bartolo puso a prueba su fértil imaginación y su proverbial sabiduría, gajes del oficio, sin duda aprendidas a través de Fígaro, Del escurridizo barbero andaluz aprendería que, si su maestro pudo sortear las mortales acechanzas en Sevilla durante la guerra civil española, más fácil para él sería adaptarse a estas circunstancias, a su juicio anti natura, pero en el fondo risueñas y graciosas. A sabiendas que en el fondo sólo se trataba de fuertes influencias hormonales, muy pronto aprendería a mover histriónicamente las manos, los labios y el trasero y simultáneamente engolar la voz ante candidatos de testosterona alta y ademanes suaves, pero en contraste endurecer el mentón y apretar los músculos de la mandíbula, cuando tendría que estar en presencia de candidatos de progesterona alta y ademanes rudos.
A todas estas, la cándida Rosina, no obstante que se sentía locamente enamorada de Bartolo, se encontraba a su vez en el grave dilema, por cierto una tarea nada fácil, de escoger entre el corazón y el estómago, al evadir constantemente el acoso del acaudalado Don Lindoro, quien le ofrecía villas y castillos. Sería para la joven demasiada tentación crematística el aceptar o no a este sujeto de mucho dinero y poco seso, bis a bis a un barbero de tan escasos recursos económicos como Bartolo.
Poe otra parte, era bien sabido que sobre ese otro pretendiente de Rosina se corría una insidiosa calumnia, la cual era del dominio de todo el pueblo andaluz, pero que también el vulgo caraqueño repetía en forma muy maliciosa, poniendo a prueba el códice mental colectivo, a través de esta reflexión:
-La calumnia e un venticello
Sin embargo, la conseja parece que en el fondo no sería tan infundada, pues el acaudalado pretendiente, seguramente con el ánimo de perjudicar a Bartolo y de paso confirmar los devaneos de Rosina, acudió al salón de barbería de Bartolo con un disfraz con el cual creyó pasaría inadvertido, en cuya apariencia se evidenciaba un sujeto de testosterona alta y ademanes rudos, quien sabe también si con progesterona baja pero con ademanes suaves. El hecho es que, para desgracia de todos los protagonistas, el pretendiente quiso acceder a la barbería utilizando la escalera mecánica, del pasaje Zingg, con tal mala suerte que el engranaje atrapó violentamente y destruyó la larga pollera que vestía el sujeto, de paso arrastrando con toda su fuerza motriz al propio pretendiente, quien cayó patas arriba con peluca y todo, dejando de paso al descubierto el fino satén de la ropa interior que en ese momento llevaba puesta.
El escándalo, como era de esperarse, cundió por toda la ciudad, enfatizando sus nefastas consecuencias en tres direcciones, al salpicar la reputación de Rosina, confirmar los devaneos del acaudalado pretendiente y, por último, poner en entredicho a Bartolo y junto con él a su salón de barbería.
-Largo al factótum della citá.
A consecuencia de ese desaguisado, la inefable Rosina, llena de vergüenza, rompió su nonato compromiso con el acaudalado pretendiente, pero igualmente se negó en forma rotunda a seguir sus relaciones con Bartolo.
Pero al final, no todo fue pura pérdida. El impasible Fígaro tomó baza en el asunto, y al reflexionar acerca de la esquiva fortuna de Bartolo por su amor frustrado, aún con todo y los cuernos que presuntamente podría haberle pegado Rosina, tuvo que reconocer, tal vez muy a su pesar, que su alumno terminó por superarlo.
Es decir, que percibiría con su fino olfato, que tal acontecimiento dejaría firmemente sembrado en la cultura de la sociedad, la muy bizarra convicción que, de allí en adelante, ya no tendría sentido lo que para él siempre había sido un sólido paradigma, o sea,, esa división tan brutal entre barberías y salones de belleza. A partir de allí, todos los salones donde la gente, independientemente de su género, acudiría para mejorar la apariencia de su cuerpo, todos sin excepción, de allí en adelante, serían salones unisex.
Por eso, cuando a estas alturas del juego, la gran comedia humana que transita por esas calles, al pasar delante y tropezarse con uno de esos salones a partir de allí unánimemente llamados unisex, de seguro que unos insidiosos duendes parecerían recordarle a tirios y troyanos, la saga del inefable Fígaro, quien hasta su muerte replicaría esta bizantina tonada.
-Ah, ché del vivere, ché del piaciere, per un Barbieri di qualitá……di qualitá
Sitio web de la imagen: http://plassticando.blogspot.com/2014_02_01_archive.html