A lo largo de los años, siempre había tenido bien presente lo inevitable de la muerte, pero no por ello la esperaba con los brazos cruzados, más bien le hacía seguimiento con mucha aprehensión al tan cacareado concepto bíblico del fin de los días. Pero, bien lejos mi espíritu del apocalipsis, me marcó para siempre una frase, más bien un mapa mental, que alguna vez le escuché a un compañerito de clases, en el tiempo cuando ambos cursábamos el segundo grado. El párvulo de entonces afirmaba, de acuerdo con la lógica contundente de todo niño, que el último ser humano en morirse y desaparecer sobre la faz de la tierra, tendría que ser, necesariamente, alguno de esos obreros que se ocupan de enterrar a los demás, es decir un sepulturero, más exactamente, un enterrador.
Verdad de Perogrullo, dije más tarde, pero hasta ahora no se me había ocurrido imaginarme quién, a su vez, sería el enterrador de ese último ser humano que agotaría la lista de los vivos, pero por razones obvias, de antemano me autoexcluí, y a continuación, todo se resumiría a una lógica por demás elemental, es decir, al quedar sobre la faz de la tierra solamente dos seres humanos con vida, ¿quién enterraría a quién?
Más aún, en el supuesto, ya negado, de que yo alguna vez, sería uno de ellos, quedaba automáticamente enterrada la idea de que yo sería enterrador de nada ni de nadie, mucho menos aún ser un desenterrador.
Poco importaba que los años siguieran su curso inexorable, pero a estas alturas de mi vida, con tantas ruedas a cuestas, ya es absolutamente pertinente pensar en mi propia muerte, y asociado con ese evento, tal vez por frivolidad, pensar en el epitafio que coronaría mi sepultura. No es que considerara indispensable tenerlo, pero de acuerdo con esa misma frivolidad post mortem, por nada del mundo quería que mi sepulcro se identificara con frases insulsas, sino con un verdadero epitafio, que me definiera tal como soy, , que de verdad constituyera una síntesis de mi vida. Sabía que más temprano que tarde, tendría que abordar la tarea de escribirlo, aunque por otra parte, me aterrorizaba la idea de morir en el intento.
También con la promesa ya autoproclamada de que yo no sería jamás un desenterrador de nada ni de nadie, ni ser uno más del montón en ese bosque de tumbas, me entregué en cuerpo y alma, con la voluntad de un cruzado, a buscar información, pero sobre todo inspiración, hasta verle el hueso, no a los difuntos, sino a algo más higiénico, es decir, dejar por escrito mi legado, pero, eso sí, no a través de pensamientos simplones o de frases sueltas, cualesquiera de las dos que resultare más pintoresca. Ergo, mentalizarme que no es solo cuestión de necrología, aunque en el mero fondo se trate de arqueología referida a entierros o a desentierros, a cual más bizarro.
Consciente de que con esa búsqueda quebrantaría la generalmente aceptada y atávica creencia de la paz de los cementerios, acto seguido, midiendo en toda su dimensión la inconmensurable magnitud de lo que tenía por delante, aplicando la fría lógica de los jurungamuertos que ejercen su oficio en forma eficiente, me dediqué, febrilmente, a recorrer los lugares donde estos sujetos trabajan y actúan, es decir, a recorrer camposantos.
A tales efectos, tenía por delante dos opciones: el tradicional vetusto y destartalado Cementerio General del Sur o el más moderno y funcional Cementerio del Este en la Guairita. Dos mundos diferentes que se confrontan en estilo, pero que convergen en el dolor y el desamparo de la muerte.
Muy pronto, al comenzar la búsqueda en el primero de ellos, se me arrugó el espíritu, y desistí de continuar, al no más pensar en los obstáculos a vencer, no sólo por lo abrupto del terrero donde está enclavado, la conformación irregular de las tumbas, la inseguridad reinante en el lugar, la presencia de lúgubres panteones, y por si todo ello fuera poco, mi propio miedo escénico, al sentir cómo miles de ojos escrutadores, entre curiosos y escépticos, observarían a una figura solitaria, portando un mapa o plano, un lápiz y una libreta en la mano, tomaba nota de las inscripciones en cada una de los sepulcros.
De paso, jamás me imaginé que alguna vez me tropezaría con un horizonte de tantas cruces y con tantas imágenes, grandes, diminutas, gigantes, de todos los colores, fabricadas con cuanto material es utilizable a tales fines, es decir, cemento: yeso, bronce, mármol, hierro, madera, aluminio, piedra tallada. En resumen, un mundo plural, donde el mínimo común denominador es el difunto, y el máximo común múltiplo es su clase social, pudiente o pobre. Así mismo, juro por todo ese montón de cruces, que hasta entonces no me había percatado del contraste entre la vida que irradian e insuflan las flores, en compensación con la tristeza y el desamparo de los dolientes. Por todas estas razones, por increíble que parezca, sería la primera vez en mi vida que acudió a mi mente la elemental asociación subliminal de la muerte con todos estos símbolos. Y en última instancia, todas esas reflexiones me terminaron de convencer que, a todo evento, debería seguir adelante en mi loco empeño.
Otro obstáculo a vencer, es la sensación que afirman los textos religiosos en relación a lo que sienten a toda hora los difuntos, cual es el de encontrarme íngrimo y solo, pero aún mucho más, en una noche de difuntos, y con ella, la figura del Tenorio en medio de la oscurana, o los sustos que pasaría, según el propio Bram Stocker, hasta el mismo Conde Drácula, con todo y su corte de vampiros. Repudiaba toda la literatura de Boris Karloff y las películas de Hithcock. Muy lejos de mi mente, en esa circunstancia, la idea de los zombies, seres exiliados que regresan a la tierra a buscar no sé qué cosa supuestamente perdida, que de paso, es distinto al de las ánimas, pobres almas errabundas en busca de redención, bien entendido que ellas no acostumbran asomarse por los camposantos, pues para eso cuentan con una legión de beatos y beatas que claman por su inserción en la corte celestial, o más modestamente en el purgatorio, según haya sido su conducta durante su tránsito vital.
En cambio, mi mayor temor lo constituían los seres vivos, sobre todo los curiosos, al no más pensar que me confundieran con algún profanador de tumbas, de esos que suelen realizar actos satánicos, o con algún brujo de ocasión, o con un buceador macabro de objetos de valor, o algún reciclador de coronas dejados al abandono por los dolientes, o un saqueador de piezas de mármol, y demás faltas a las buenas costumbres mortuorias. Al no ser, ni por asomo, un convidado de piedra, llegué hasta a temer por mi propia seguridad personal, acosado, con razón o sin ella, por los transeúntes, por los muertos y por lo que no son ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.
Desistí, pues, de continuar mi tránsito por ese tan deteriorado y peligroso camposanto y entonces concentré mi búsqueda a través del lujoso Cementerio del Este. Previamente, me proveyeron de un mapa o plano del cementerio, donde iría señalando las tumbas visitadas, y por descarte, las que tendría que ir observando a lo largo de mi búsqueda.
Una vez que comencé mi peregrinaje, en contraste con el cementerio del Sur, allí observé atentamente las sepulturas, adornadas con esas placas de dimensión 0,5 de ancho por 0,65 de alto, tan elegantemente identificadas mediante áureas inscripciones, alineadas tan cuidadosa y simétricamente en veredas regulares, todos ellas descansando sobre un hermoso suelo plano cubierto de césped y situadas en espacios abiertos y celosamente vigilados. Me impresionó el orden en que estaban dispuestas, tan uniformemente organizadas, borrando cualesquiera diferencias sociales, en razón de que ninguna sobresale de la otra, pues no existen, entre otras cosas, esos macabros y sombríos panteones.
Caminante incansable por un camposanto con tales características, reflexioné si la muerte habría realizado el milagro de impartir justicia social en esta vida, ignoro si en la otra, al hacer tabla rasa en todos los órdenes humanos y divinos, dado que allí, precisamente, se igualan todos los que yacen debajo de la tierra, dejando bien claro que eso solamente sucede después del acto de inhumación, que, dicho sea de paso, nunca me detuve a curiosear, al darme cuenta que en el acto mismo del sepelio afloran las diferencias sociales. Muy simple, los que realizan los pudientes, pasan por un largo protocolo, generalmente presididos por algún arzobispo, u obispo, o al menos un párroco, en contraste con los de los pobres, realizados con demasiada premura, y en cuanto al personaje religioso que preside la ceremonia, generalmente se trata de un modesto, cura sin mucho aspaviento.
Esos actos de sepelio, que apenas miraba de soslayo, revelan, según el caso, un derroche de lujo o un modesto testimonio, empezando por el ataúd, costoso o barato, la marca o aspecto de los carros fúnebres, pero sobre todo el look de los concurrentes, bien sea un verdadero desfile de modas o de arcana sencillez, según la chequera de los dolientes y sus respectivos invitados.
Esta experiencia me fue convenciendo gradualmente que la muerte nos iguala a todos, que lo primero que observé, para mi desconcierto, es que, en ambos cementerios, casi sin excepción, en todos esos sepulcros, más allá de las diferencias sociales, más bien con escasas excepciones, más bien se observa una proliferación o derroche de frases simplonas, frases prefabricadas que expresan lugares comunes. Se trata, en suma, de casi un ritual, donde aparece en forma destacada el nombre del difunto, una estrella para señalar la fecha de nacimiento, una cruz para la fecha de defunción y a continuación, todo lo demás plagado de frases cursis, tales como “Descanse en Paz”, QEPD, RIP, “Recuerdo de…….”. Reiteraciones acompañadas de frases macarrónicas, tales como Flores a Papá, Vivirás por siempre entre nosotros, Te recordaremos por siempre, siempre juntos hasta en la muerte, etc. etc. Pragmatismo impresionante referido a este mundo, pero nada del otro mundo.
Cavilaba haciéndome preguntas sin respuestas, imaginando lo que pensarían esos difuntos, cómo se sentirían, o satisfechos, o por el contrario, disminuidos en su auto estima, al ver cómo su ciclo vital se había cerrado en medio de tanta pobreza conceptual. Reflexioné si todo ese protocolo no sería más que miserables tributos a la memoria de quienes se supone debieron llenar espacios significativos en la vida de sus deudos.
Una posible explicación, de ninguna manera una justificación, sería que la dimensión de las placas que identifican los sepulcros, son de tan pírrica dimensión, que no habría cabida para nada más, muy al contrario de los panteones, en cuyas paredes y altares, podría caber hasta un enjundioso discurso de circunstancia funeral.
En lo que a mí concierne, a estas alturas, casi había caído í en estado de shock, algo muy parecido a un prematuro desencanto, casi un colapso en mi fe de seguir en mi búsqueda, al no encontrar algo impactante, algún indicio que trascendiera la superficial formalidad de un homenaje memorioso por parte de los sobrevivientes.
De allí salí definitivamente convencido que el epitafio debe ser elaborado en vida por el propio interesado, sin duda, algo que no se debe delegar en nadie. Pero al mismo tiempo consideré que, si no llegaba a cumplir con mi meta de escribir mi propio epitafio, para medio consolar mi frustración, en forma salomónica al menos, me conformaría con haber enriquecido mi vida al adquirir tal cantidad de experiencias y conocimientos.
Al hacer un alto en mi camino y evaluar el escaso valor agregado de mi esfuerzo, en ese mismo momento comprendí que si quería cumplir mi cometido, la búsqueda tendría que ser mucho más larga y complicada de lo que estimé al principio. De ser posible, en otros camposantos. Así que me armé de infinita paciencia y a continuación dibujé en mi mente, ya sin mucha convicción, un pintoresco plan, muy personal, consistente en llevar a cabo rutinarias rondas los días de mayor concurrencia de los deudos a los cementerios, es decir, sábados, domingos, días feriados, día de las madres o del padre, sobre todo la emblemática fecha del 2 de noviembre, según el santoral, una fecha establecida para conmemorar a los fieles (también los infieles) difuntos.
Una tarde cualquiera, exhausto, cuando, según el mapa del camposanto, ya casi había agotado la búsqueda por todos sus rincones, observé la silueta de una mujer madura, sentada en posición de loto justo al lado de lo que debía suponerse es la sepultura de su deudo, a la sazón absorta en profundas meditaciones, quien no advirtió mi presencia sino un rato más tarde, cuando ya yo había tomado nota de lo que a todos luces era un epitafio, estructurado según la siguiente copla o cuarteta:
Aquí yace un andarín
De camino, horizonte, quijote
Incansable de marchas, de trotes
Caminante afanoso sin fin.
Quedé petrificado. Tantas palabras en tan mezquino espacio de la placa, necesariamente escrito en muy diminutas letras, por lo cual tuve que acercarme demasiado para leerlo y copiarlo. Pero más allá de ese detalle, el breve discurso de esos cuatro versos prefiguraba lo que sin duda, habría sido la razón de ser de alguien con un perfil siete leguas, un raudo caminante de largo aliento, un romántico que había quebrado lanzas, probablemente con mucha persistencia, por alguna causa justa.
No sé si la dama repararía en lo mucho que tuve que aproximarme a la tumba, tampoco en la transfiguración que se operó en mi rostro, solo sé que con apenas un hilo de voz expresé mi turbación en ese momento. Por supuesto que estaría muy tenso esperando cualquier reacción de su parte, sobre todo si se consideraba importunada por mi presencia, dada la forma tal vez desconsiderada de mi parte, al haberla sacado así tan de repente de su abstracción.
Fue así cómo quedé pálido y enmudecido por unos interminables segundos, hasta que la dama, con envidiable aplomo, me manifestó lo siguiente:
-Es mi marido, fue su última voluntad, dejó escritas estas palabras antes de emprender un camino desconocido para todos nosotros, con el expreso mandato de que esos versos se transcribieran en la placa de su tumba.
Silencio profundo por unos instantes, expresando a continuación_
-Un buen día desapareció y por lo que dejó escrito en su diario, se proponía recorrer a pie, partiendo desde Caracas, la senda del Libertador en la Campaña Admirable. Pero, por lo que sabemos, solamente pudo llegar hasta un paraje solitario muy cerca del monumento del Pico El Águila en el Estado Mérida, donde fue encontrado su cadáver.
Una pausa y continuó su relato
-Un transeúnte halló su cadáver, totalmente incorrupto, no obstante su data de muerte, acaecida varios días antes. No portaba identificación y por lo tanto, las autoridades lo sepultaron en una tumba anónima, hasta que nos enteramos, acudimos a exhumarlo y luego decidimos cremarlo. Aquí reposan sus cenizas.
La dama siguió su relato:
-Fue todo un acontecimiento encontrarlo en tales condiciones. Si algún olor sintió la comunidad donde fue enterrado fue de santidad. Ese supuesto milagro se publicó por la prensa local y regional.
Visiblemente emocionada, la dama me manifestó a continuación:
-No obstante que fue masón y no creyente, habiendo sido más bien un librepensador, es que tal vez presumo que sería Dios mismo que premiaría su bondad y su desprendimiento por la humanidad, pues a toda prueba, fue un hombre que practicaba el bien sin pedir nada a cambio.
Finalmente:
-Esa caminata no fue la única vez que emprendió en su vida, con frecuencia desaparecía por mucho tiempo, tal vez recorriendo largas distancias, a pie, siempre en solitario. Lo hizo muchas veces, pero jamás dio explicaciones a nadie.
Luego de escuchar estas últimas palabras, percibí el lenguaje corporal que asumió la dama, y a continuación comprendí que la conversación había finalizado. En realidad, tampoco yo estaba interesado en más detalles.
Con este monólogo, después de leer y releer el epitafio, corroboré lo acertado que había estado al imaginarme el inmenso legado de ese sujeto. Sin haber escuchado más que esas pocas palabras, mi imaginación volaba y las imágenes aparecían en caravana, pero para mí resultó claro que, ni entonces, ni ahora, y me atrevo a suponer que más nunca, conoceré de otro caso similar, y que, no obstante la brevedad de esa reflexión, alguien hubiera definido de manera tan fiel, la biografía de un personaje.
Mi búsqueda en los camposantos duró aproximadamente 10 meses y del encuentro con la dama ya han transcurrido 2 años, Todavía estoy impactado, tanto como en el propio día, de todo lo que escuché. Desde entonces, tratando de describir mi propio epitafio, he escrito infinita cantidad de cuartillas, todas las cuales han ido a dar al cesto de desperdicios, tal es mi insatisfacción por alcanzar lo que consideraría la perfección. Tanto así, que a estas alturas, me asalta la duda de si vale la pena insistir en hacerlo.
Lo único que me ha quedado claro de toda esta saga, es que algunos trazos de la vida de ese sujeto, anónimo para mi, se cruzan con muchas de mis ejecutorias. Pero más allá de esos pensamientos, lo más claro que tengo de certeza, es que hasta ese momento dudaba en ordenar que se cremara mi cadáver, de lo cual ignoro si sería o no, parte de la última voluntad de ese difunto, para que al final, todo terminara cuando alguien, simplemente, desenterró su cadáver. Este preciso detalle lo conocería solamente el difunto, y los difuntos suelen delegar sus voluntades en sus sobrevivientes. Pero, justo ahora, me asalta la duda existencial de si lograré escribir mi epitafio, o si por el contrario, moriré en el intento.
Finalmente, concluyo que, en ese gigantesco esfuerzo de arqueología funeraria, desenterré muchas cosas, pero visto y considerado que nunca he tenido en mente mi propio desentierro, en estos tiempos estoy considerando seriamente más bien encaminar mis pasos hacia una muerte anónima, como anónima tendría que ser mi sepultura, sin cruces, ni imágenes, ni fecha de nacimiento y defunción, sin frases cursis, pero, aunque parezca increíble, tampoco sin algún epitafio.
Gilberto Parra Zapata
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